Elpis Israel - La Esperanza de Israel - Segunda Parte - Capítulo 2 (continuación) ABRAHAM, EL HEREDERO DEL MUNDO Abraham y Jesús están inseparablemente unidos como coherederos del pacto de la promesa. De ahí que también sean coherederos del país que se menciona en el pacto. Pero, aparte de esto, surge una pregunta de considerable interés, a saber, cuando conjuntamente posean la tierra de Canaán, ¿cuál será la relación de ellos en general con el mundo? La respuesta a esto es que en aquel tiempo el nombre de ellos será grande en la tierra; los descendientes de Abraham serán una gran nación; y él y Cristo serán una bendición por medio de todas las familias de la tierra que estén en ellos. Esto se declaró en términos generales cuando se predicó el evangelio a Abraham en Harán. Al examinar estos asuntos, se debería dar especial atención a las frases “en ti”, “en él” y “en tu simiente”. Son palabras pequeñas, pero llenas de significado. El lector sabe lo que es estar en una casa, y que está consciente de que debe entrar en ella antes de que pueda estar en ella. Esto es lo literal. Ahora bien, supongamos que llamamos a una casa y preguntamos por un hombre; y en respuesta a la pregunta, “¿dónde está él?”, decimos que él está en el hombre, estaríamos hablando figuradamente, pero aún de manera bíblica e inteligible. Sin embargo, antes de que una persona o una nación, o una multitud de naciones pudiera decir que está en el hombre Abraham y en el hombre Jesucristo, es igualmente claro que ellos deben entrar en Abraham y en Cristo. Ahora bien, aunque muchas naciones pueden provenir literalmente de un solo hombre, una multitud de naciones no puede ser literalmente apiñada dentro de un solo hombre. Por lo tanto, cuando se dice que naciones y personas individuales están en Abraham y en Cristo, es manifiesto que debe ser en un sentido figurado. De ahí que las frases “en ti”, “en él”, “en él”, y “en Cristo” son expresiones figuradas, o términos de una constitución [acuerdo]. Todo esto son cosas de persistente importancia. No expresan un sentimiento, sino una relación que está basada en la creencia y en la obediencia. Son cosas literales y verídicas; porque no hay fe bíblica sin creencia en la letra o en la palabra escrita o verbal; ni obediencia alguna sin conformidad a una acción prescrita. Entrar, o ser introducido, en un hombre es sostener hacia él una relación de fe, afecto y fidelidad, según se ha prescrito. Ninguna persona, o nación, puede introducirse dentro de un hombre; en otras palabras, su incorporación debe estar conforme a lo prescrito y no según sus propias estipulaciones. Dios, o aquel al cual ha entregado toda autoridad como su “apóstol”, o embajador, es la única persona que puede prescribir la fórmula de introducción. El género humano está enfermo, y no puede curarse a sí mismo. “La bendición de Abraham” es para la restauración de la salud y felicidad a la humanidad. Por lo tanto, ellos son los receptores del favor y no los prescriptores o legisladores en este caso. La naturaleza de la fórmula de inducción está determinada por lo que se va a inducir. Si lo que se va a incorporar en Abraham y Cristo es una persona, la fórmula es espiritual, es decir, lo coloca en una relación moral y doméstica o familiar con respecto a ellos. Pero si se trata de una nación o multitud de naciones, entonces la fórmula es civil y eclesiástica o política. Una persona en Abraham y en Cristo (y no se puede estar en uno sin estar en el otro) es el beneficiario de adopción por medio de una fórmula espiritual que se perfeccionaría en “la redención de su cuerpo” en la resurrección; mientras que las naciones en Abraham y en Cristo son adoptadas por medio de una fórmula política, la cual se perfecciona en las bendiciones de buen gobierno, paz, leyes equitativas administradas con justicia, la educación de todas las clases de personas en el conocimiento acerca de Dios, la prosperidad universal, y así sucesivamente. La fórmula de adopción espiritual se halla en el evangelio. Requiere que el hombre crea en “la promesa que hizo Dios a nuestros padres” referente a la tierra de Canaán, el Cristo, el estado bendito de las naciones en Abraham y en su simiente, vida eterna por medio de la resurrección, etc. Y que se bautice en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Cuando una persona ha hecho esto, ya está en Abraham y en Cristo, y heredero con él de las promesas en las que él cree. De manera que “La simiente”, aunque se habla de una sola persona, --es decir, de Cristo—abarca a todos los creyentes en las promesas, los cuales, por adopción, son “en él”. Por lo tanto, la frase “la simiente” se usa tanto en una persona como en una federación. De ahí que se promete a Abraham y a Cristo también se promete a sus constituyentes federados; a los hijos de Abraham, y a los hermanos de Cristo por adopción en la familia de Dios. Pero la fórmula de adopción nacional o política aún no ha sido promulgada para el mundo. Ningún pueblo ha sido jamás políticamente en Dios, excepto Israel. Los descendientes naturales de Abraham en el linaje de Isaac y Jacob llegaron a ser el pueblo de Dios en un sentido nacional por medio de la adopción prevista en la ley mosaica. Pero ninguna otra nación antes o desde entonces ha estado jamás en la misma relación con él. Ni Egipto de la antigüedad, ni Gran Bretaña y los Estados Unidos de los tiempos modernos pueden decir: “Nosotros somos el pueblo del Señor”. Dios nunca ha llamado a estas naciones “pueblo mío”, porque ellas nunca han sido beneficiarios de una adopción política como lo fue Israel. Las religiones estatales se han establecido sobre la hipótesis de que el pueblo es el pueblo de Dios; y, por lo tanto, aceptables adoradores como los judíos bajo la ley; y que ellos son constitucionalmente “en Dios el Padre y en el Señor Jesucristo”. Es por eso que ellos llaman a las naciones de Europa “naciones cristianas”. Pero mayor falacia que ésta no se ha concebido jamás. No hay naciones cristianas; ni tampoco puede haberlas hasta que se dé a conocer la fórmula de adopción política. En la actualidad, las naciones son su padre Satanás, y en su representante el Señor Papa. De ahí que se les puede decir como dijo Jesús a los gobernantes y clero de Israel, “Vosotros sois de vuestro padre el Diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer”. El Diablo es su padre por nacimiento y constitución. Las naciones de Europa llegaron a ser el pueblo de Satanás por constitución cuando recibieron al Papa como su sumo sacerdote y mediador según el código Justiniano. Habiendo recibido esto, se convirtieron en la simiente de Satanás y en los hermanos del Papa; y siendo de esta manera en Satanás y en el Papa, son coherederos con ellos de un “justo castigo, una destrucción eterna”, “separados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Tes. 1:8); lo cual cuelga sobre ellos como la espada de Dionisio suspendida por un pelo, lista para caer con venganza mortal en cualquier momento. Pero viene el tiempo cuando las naciones, anticristianas, mahometanas y paganas del mundo todas llegarán a ser el pueblo de Dios, y, por lo tanto, cristianas. Esto es evidente por el testimonio de la Escritura, que dice: “En aquel día habrá una calzada desde Egipto hasta Asiria, y los asirios entrarán en Egipto y los egipcios en Asiria; y los egipcios SERVIRÁN con los asirios. En aquel día Israel será tercero con Egipto y con Asiria, para bendición en medio de la tierra, a quienes Yahvéh de los ejércitos bendecirá, diciendo: Bendito sea Egipto, PUEBLO MÍO, y Asiria, obra de mis manos, e Israel, mi heredad” (Isaías 19:23-25). Y además está escrito acerca de Cristo: “Descenderá como la lluvia sobre la hierba cortada, como la copiosa lluvia que moja la tierra. Florecerá en sus días la justicia, y habrá abundancia de de paz, hasta que no haya luna. Y [él] dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra. Ante él se postrarán los moradores del desierto (los árabes); y sus enemigos lamerán el polvo. Los reyes de Tarsis y de las islas traerán presentes; los reyes de Sabá y de Seba ofrecerán obsequios. Y se postrarán ante él todos los reyes; TODAS LAS NACIONES LE SERVIRÁN… Será su nombre para siempre; se perpetuará su nombre mientras dure el sol, y benditas serán EN ÉL todas las naciones [“y benditos serán EN ÉL los hombres” – Versión Rey Santiago]; todas las naciones le llamarán bienaventurado” (Sal. 72:6-11, 17). Según este testimonio, queda probado que las naciones, o familias, de la tierra llegarán a ser el pueblo de Dios además de Israel, el cual tendrá la preeminencia entre ellos por ser la heredad del Señor; y así Israel y las naciones constituirán un reino e imperio, que entonces compondrán “el Mundo”, y serán benditos en él y en Abraham; cuyos súbditos reciprocarán por los beneficios otorgados a ellos, y servirán a sus gobernantes divinos con sincera lealtad, y bendiciones a su nombre para siempre. Pero cuando contemplamos a las naciones que en el presente son en Satanás, y a Israel esparcido a los cuatro vientos, y comparamos su actual situación con lo que ha de ser cuando todos sirvan a Cristo y sean bendecidos en él y en Abraham, percibimos la matriz del futuro fecunda para un poderoso cambio; y el cual no puede efectuarse por medio de medidas suaves y persuasivas. El tiempo para el uso de la persuasión ha pasado. Las naciones ponen oído sordo a todo lo que no esté en armonía con su concupiscencia. De ahí que sólo la coerción puede conducirlos a esperar la ley divina. Por esta razón, se ha testificado acerca de Cristo: “Aplastará al opresor” (Sal. 72:4), y “con ira y con furor me vengaré de las naciones que no me obedecieron… Las naciones verán tus maravillas y se avergonzarán de toda su prepotencia [de Israel]; se llevarán la mano a la boca y sus oídos se ensordecerán. Lamerán el polvo como serpientes, como los reptiles de la tierra. Saldrán temblando de sus escondrijos y, temerosos ante tu presencia, se volverán a ti, SEÑOR y Dios nuestro” (Miq. 5:15; 7:16-17 - Nueva Versión Internacional). Este testimonio muestra que las naciones serán reducidas a abyecta sumisión, incluso las más poderosas entre ellas. Su valor y medios de resistencia habrán terminado; porque por la espada del Señor y de Israel ellas habrán sido sometidas. Sin embargo, en esta crisis, ellas encontrarán un liberador en aquel que los ha vencido (Apoc. 17:14; 19:11-21). “Volveos a mí”, dice él, “y sed salvos, todos los confines de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay ninguno más. Por mí mismo hice juramento”, a Abraham, “de mi boca salió palabra en justicia y no será revocada. Que ante mí se doblará toda rodilla y jurará toda lengua. Y se dirá de mí: Ciertamente en Yahvéh están la justicia y la fuerza; a él vendrán [los hombres]” (Isaías 45:22, 23). Si nos enfocamos en este juramento de sumisión y futura bendición veremos lo que se da a entender por la frase ‘toda rodilla se doblará ante el Señor’. “Por mí mismo he jurado, dice el Señor, que por cuanto has hecho esto y no me has rehusado a tu hijo, tu único, de cierto te bendeciré grandemente y multiplicaré en gran manera tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; y tu simiente (Cristo) poseerá las puerta de sus enemigos. En tu simiente serán bendecidas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste mi voz” (Gén. 22:16-18). Siendo preparadas las naciones por coerción, entonces se promulgará a ellos la fórmula de adopción política. Ésta está contenida en la ley que saldrá de Sión. Los detalles de esta ley no se han especificados totalmente. En general, establece el poder del Señor, entonces asemejado en “un gran monte que llenó toda la tierra” (Dan. 2:35), por sobre todo otro poder; y constituye el templo recién erigido en Jerusalén, la “casa de oración para todos los pueblos” (Isaías 56:7). Esta ley da el reino a la hija de Jerusalén, la cual es Sión, donde el Señor reinará sobre ellos desde ahora y para siempre (Miq. 4:7, 8). Las naciones aceptarán la ley que los salvará de la exterminación. Esto se evidencia por los efectos que siguen a su promulgación. Todos ellos fluirán hacia Jerusalén que será el centro del mundo y la fuente de todas las bendiciones; porque “mis manantiales”, dice el Señor, están “en ti”. Irán hacia allá para instruirse en los caminos del Señor, y regresarán para andar en sus caminos, para vivir en paz entre ellos, abandonar el estudio de la guerra y dedicarse a la agricultura, al comercio y a las artes (Isaías 2:2-4). Ésta será el modo de vida en el futuro Milenio. En aquel tiempo, Abraham y Jesús serán los más grandes personajes sobre la tierra. El primero es el padre espiritual de Jesús y de los santos, y el padre político de una multitud de naciones, sobre las cuales Jesús y sus hermanos reinarán hasta “el fin” (1 Cor. 15:24). Tal es “el mundo” del cual Abraham y su simiente son los herederos. Hablando del último en esta relación, el apóstol dice: “… a quien [Dios] nombró heredero de todo, y por quien, asimismo, constituyó las eras” (Heb. 1:2 – Diaglotón Enfático); por ejemplo, la era de los Jubileos y el año del Jubileo (Lev. 25:8-16, 23-55; 27:16-25). Y a los coherederos de Abraham y de Cristo, dice: “Así que ninguno se gloríe en los hombres, porque todo es vuestro… sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo por venir, todo es vuestro, y si vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios” (1 Cor. 3:21-23). Y además: “¿O no sabéis que los santos han de juzgar al mundo?” (1 Cor. 6:2). La forma verbal que aquí se ha traducido como “juzgar” es el mismo traducido como “ir a juicio” en el versículo anterior. Por lo tanto, el apóstol pregunta si ellos no saben que se sentarán como jueces e impartirán justicia al mundo, conforme a la ley divina; y como éste es su destino, categóricamente él prohíbe a los creyentes en los pactos de la promesa someterse al juicio de los injustos. Es mejor, dice él, dejarse ser estafado que someterse a semejante humillación. Que los herederos del mundo arbitren sus propios asuntos en el estado actual; porque es extraño que hombres, cuyo destino es juzgar al mundo y a los ángeles , no puedan resolver asuntos que pertenecen a esta vida. De manera que, entonces, hay tres participantes, aunque constitucionalmente una sola familia, los cuales son herederos del mundo que será organizado políticamente en la Era Futura, a saber, Abraham, Cristo, y los creyentes en las promesas que se les hizo a ellos, llamados santos, los cuales son en Abraham como el padre de ellos, y en su Simiente como el hermano mayor de ellos. Éstos son los herederos del reino e imperio anexado a la tierra de Canaán; “los hijos según la promesa son contados en la Simiente”, y “no del mundo”, o súbditos. Éstos son hombres en la carne, judíos y gentiles, cuyas vidas y fortunas estarán a disposición de la Familia Real de Dios. Los miembros de este círculo social no son en la actualidad conocidos por el mundo, el cual ha puesto sus afectos en aquellos que lo extravían, enseñándole a buscar un visionario campo elíseo más allá del cielo. Pero semejantes líderes no tienen luz en ellos, porque no hablan conforme a la ley y al testimonio. La palabra de Dios convierte la sabiduría de ellos en necedad, declarando en los dientes de sus tradiciones que “el que pone su confianza en mí poseerá la tierra, y heredará mi santo monte” (Isaías 57:13 – Versión Rey Santiago), mientras que Israel en la carne “todos ellos serán justos”; heredarán la tierra para siempre como los renuevos del plantío del Señor, la obra de sus manos para que él sea glorificado. El pequeño llegará a ser un millar y un menor, una nación poderosa. Yo, dice el Señor, a su tiempo, lo apresuraré” (Isaías 60:14, 18, 21, 22). la señal del pacto Fueron catorce años después de la confirmación del pacto, y cuando Abram había llegado a la edad de noventa y nueve, que se le presentó Yahvéh para repetir sus promesas y establecer la señal del pacto. En esta ocasión, Dios habló con él y le cambió el nombre Abram a Abraham como un memorial perpetuo de que él lo había hecho heredero del mundo, constituyéndolo como padre de una gran multitud. “He aquí”, dijo Dios, “mi pacto es contigo. Serás padre de muchas naciones. Y no se llamará más tu nombre Abram, sino que será tu nombre Abraham, porque te he puesto por padre de muchas naciones” (Gén. 17:4-5). Y además de esta paternidad constitucional, Yahvéh le aseguró que a pesar de que ya era muy anciano, sería un prolífico padre de multitudes que descenderían de sus lomos. “Te haré”, le dijo, “sumamente fecundo y de ti haré naciones, y reyes saldrán de ti” (Gén. 17:6 – Versión Rey Santiago). Entonces Yahvéh anunció que el pacto que había confirmado sería establecido entre él y Abraham, y con sus descendientes carnales en sus generaciones en un pacto perpetuo; y que él [Yahvéh] sería un Dios para él [Abraham] y para ellos. También volvió a declarar su reiterada promesa, diciendo. “Y te daré a ti y a tu simiente después de ti la tierra donde eres peregrino, toda la tierra de Canaán en heredad perpetua; y seré el Dios de ellos” (Gén. 17:7-8 – Versión Rey Santiago). En el pasaje del cual se ha tomado esto, dice Dios: “Haré mi pacto entre yo y tú”; y después: “He aquí, mi pacto es contigo”. La frase “haré” se refiere a un pacto subsiguiente al confirmado catorce años antes. Que para hacerlo estaba la señal de aquel que ya estaba hecho; y “el sello de la justicia de la fe que [Abraham] tuvo cuando le fue contado por justicia” (Rom. 4:11, 22). “Éste será mi pacto, que guardaréis entre yo y vosotros y tu descendencia [simiente] después de ti: Será circuncidado todo varón de entre vosotros… y será por señal del pacto entre yo y vosotros”, Abraham (Gén. 17:10, 11). La designación de esta señal en su carne fue el establecimiento del pacto con la simiente de Abraham en el tiempo de Isaac y Jacob en sus generaciones. Por lo tanto, cuando los israelitas ven la marca en su carne les recuerda que ellos son “los hijos del pacto que Dios hizo con sus padres, diciendo a Abraham: “Y en tu descendencia [simiente] serán benditas todas las familias de la tierra” (Hechos 3:25); que la tierra de Canaán, en su totalidad, está prometida a ellos por posesión perpetua; pero que una posesión perpetua de ella sólo se puede lograr por la creencia en aquello prometido en el pacto que les es contado por justicia en la designación de Dios. Ellos saben, o más bien deberían saber, que la señal de la circuncisión y la Ley Mosaica no les otorga ningún derecho a la ocupación perpetua de Canaán, ya sea como personas o como nación. Es la circuncisión del corazón, de la cual la circuncisión de la carne no es más que la señal del corazón circuncidado de Abraham, que confiere un título a la tierra y a todos sus atributos. Antes de que Israel pueda heredar la tierra para siempre, y de este modo no puedan ser más expulsados por “los cuernos de los gentiles”, ellos deberán “circuncidar el prepucio de su corazón y no endurecer más su cerviz” (Deut. 10:16); y “amar a su Dios Yahvéh con todo su corazón y con toda su alma, a fin de que vivan” (Deut. 30:10). Esto puede parecer a algunos que el día de su restauración se vuelve muy lejano. Y Así es, si la circuncisión de sus corazones se ha de efectuar por medio de la instrumentalidad de la Sociedad Para la Conversión de los Judíos. Por medio de los bien intencionados esfuerzos de esta agrupación nunca podrá llevarse a cabo; porque la Sociedad y sus agentes son deficientes en este caso en particular. Pero “poderoso es Dios para volverlos a injertar” (Rom. 11:23), y testifica por medio de sus profetas, diciendo: “Y os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mus juicios y los pongáis por obra. Y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres; y vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios. Y os salvaré de todas vuestras impurezas; y llamaré al trigo y lo multiplicaré, y no os traeré el hambre. Multiplicaré asimismo el fruto de los árboles y el fruto de los campos, para que nunca más recibáis el oprobio de del hambre entre las naciones” (Ezeq. 36:26-30). En este testimonio, aunque Moisés los exhortaba a circuncidar el prepucio de sus corazones, el Señor dice que él mismo cambiará sus corazones; sin embargo, no por medio de “la locura de la predicación” (1 Cor. 1:21), por cuanto eso ha fallado incluso por la boca de los apóstoles energizada por el espíritu, sino por medios reservados que asombrarán a Israel y al mundo, y de los cuales él ha hablado en general en las Sagradas Escrituras. Voy a anticipar esta parte del tema lo suficiente para decir que el Señor ha dejado consignada una ilustración de la manera en que él cambia el corazón de una nación y los planta en una tierra que fluye leche y miel, en la historia del éxodo de Israel de Egipto y su instalación en Canaán. Esto es una representación en pequeña escala de cómo él se propone injertarlos de nuevo como lo ha declarado por medio de los profetas. Posteriormente, la circuncisión llegó a realizarse como una simple costumbre o ceremonia. Una institución de Dios, que fue designada como un memorial de su promesa referente a la posesión perpetua de Canaán y del mundo; y de esa justicia por la fe en la promesa que podría darle derecho a ella; y que había de expresar la fe de aquellos que la practicaban degeneró en una simple forma que era observada, como el bautismo por aspersión en los niños pequeños, por “los píos” y personas sumamente impías por igual. Pero es evidente que la circuncisión, que se instituyó después de que fuera confirmado el pacto de la promesa, y después que Abraham hubo obtenido un título de ella por medio de una justicia de fe, no podía conferir a la persona circuncidada derecho alguno a poseer lo prometido para siempre; y ciertamente ninguno a los réprobos que la practicaban, como los turcos y los desaforados árabes lo hacen en el presente, porque sus padres lo han hecho antes que ellos, desde tiempos inmemoriales para ellos. Entonces, ¿qué obligación impone sobre los circuncidados esta señal del pacto, y sello de la justificación de Abraham por fe sin circuncisión? Que el apóstol conteste la pregunta: “Vuelvo a testificar”, dice él, “a todo hombre que se circuncida, que está obligado a cumplir toda la ley” (Gál. 5:3). Ésta era una obligación terrible para un hombre que buscaba quedar justificado, quedar bajo obligación hasta el fin para que pudiera obtener una herencia perpetua en la tierra de Canaán, lo que implica la adquisición de vida eterna y gloria eterna. La ley era débil en la carne; y daba sólo el conocimiento del pecado. era un yugo insoportable de servidumbre; y una ley que ningún hombre nacido de la voluntad de la carne había podido cumplir sin pecado. Entonces, si un hombre buscaba obtener derecho a una posesión perpetua de la tierra por medio de la obediencia a ella, éste había emprendido una imposibilidad; porque la ley, a causa de la debilidad humana, no podía dar a nadie derecho a vivir para siempre; y sin vida eterna un hombre no podía poseer la tierra a perpetuidad; y esta vida nadie podía alcanzarla que no esté justificado de todos sus pecados pasados; porque si en sus pecados está bajo sentencia de muerte, como está escrito, “la paga del pecado es muerte”. El apóstol habla directamente sobre este punto; porque él dice: “Si se hubiera dado una ley que pudiera haber dado [derecho a] vida [eterna], ciertamente la justicia [o justificación de pecados pasados a vida] debería haber sido por la ley” (Gál. 3:21 – Versión Rey Santiago), “porque si por la ley viene la justicia, entonces en vano murió Cristo” (Gál. 2:21). Él dice explícitamente: “Por las obras de la ley ninguna carne será justificada” (Gál. 2:16). Por lo tanto, una persona circuncidada está obligada a cumplir aquello que posiblemente no puede cumplir; y la cual, si pudiera cumplir no le beneficiaría porque la justificación para la vida es por fe en la promesa, y no por conformidad a la Ley Mosaica. La relación de los judíos con la vida eterna como personas individuales, y con la posesión perpetua de Canaán en gloria y paz como una nación, es evidente. Ellos son circuncidados y, por lo tanto, están obligados a cumplir la ley por completo; por medio de dicha ley, ellos procuran ser justificados. Pero sus esfuerzos son vanos e imposible. La Ley dice: “Maldito el que no persevere en todas las cosas escritas en el libro de la ley para que las cumplan” (Deut. 27:26 – Versión Rey Santiago). Y tan estricta es esta sentencia que incluso llegó a maldecir al Señor Jesús, diciendo: “Maldito todo el que es colgado en un madero” (Deut. 21:23; Gál. 13:13). Ahora buen, la ley enseña que sin el derramamiento de sangre no hay remisión de pecados (Heb. 9:22), y prescribió ciertos sacrificios que deben ser ofrendados en un altar en Jerusalén, y únicamente allí. Y sin decir nada de otras cosas imposibles, estas ofrendas, las cuales son indispensables, los judíos ni cumplen ni pueden presentar. Entonces, éstas son cosas en las cuales ellos no perseveran y, por lo tanto, sin maldecidos por la ley y condenados por Moisés en quien confían. Están bajo sentencia de muerte y de eterna exclusión y de todas las herencias de Canaán y del mundo. Posiblemente, pueden creer en la promesa que se hizo a Abraham, de que Dios dará la tierra a él y al Cristo; pero niegan que Jesús es la persona nombrada en el pacto, lo cual equivale a rechazar el pacto mismo. Aunque la circuncisión obligaba a Israel a guardar la ley en su totalidad, en la cual había un recordatorio de las ofensas nacionales, por medio de esa ley sólo les daba una ocupación temporal a voluntad como habitantes de la tierra de Canaán; y no en la extensión que corresponde a su posesión perpetua. Esto se deduce de las palabras de Moisés, como está escrito: “Si no cuidas de poner por obra todas las palabras de esta ley… seréis arrancados de sobre la tierra a la cual vais a entrar para poseerla” (Deut. 28:58, 63). La condición para ocuparla era mantener un buen comportamiento. Si servían a Dios conforme a la ley del país que él les había dado, él los bendeciría con abundancia en sus necesidades básicas; pero si servían a otros dioses, él dejaría que los adoradores de esos dioses cayeran sobre ellos y los expulsarían del país. Israel se ha rebelado, así que están en dispersión hasta que llegue el tiempo designado en que él vendrá a recordar el pacto que hizo con los padres, y, por lo tanto, y hará memoria de la tierra. (Lev. 26:40-42). La ocupación nacional de Canaán bajo la ley de arrendamiento no permitía que se hiciera ninguna compra de propiedad absoluta en el territorio. Si Israel hubiese sido un propietario, el caso habría sido diferente. Pero la tierra pertenecía al Señor; y ellos no tenían más derecho de venderlas en parcelas a perpetuidad, como tampoco lo tiene el arrendatario que tiene contrato de arrendamiento por veintiún años, el cual no puede dividir su terreno arrendado en lotes y venderlo a compradores a perpetuidad. Israel era arrendatario del Señor; y la ley les decía, por parte de su arrendador: “Y la tierra no se venderá a perpetuidad, porque la tierra mía es, y vosotros sois peregrinos y extranjeros para conmigo. Por tanto, en toda la tierra de vuestra posesión, otorgaréis el derecho de redimir la tierra” (Lev. 25:23-24). De ahí que si la pobreza obligaba a un hombre a vender su granja, siempre era rescatada por él mismo, o por algún pariente, en base a ciertas condiciones; pero si ninguno podía reunir el dinero para rescatarla, el dueño original no perdía la propiedad, porque aunque permaneciera en manos del comprador, éste estaba obligado a devolverla sin costo alguno en el año del jubileo. Incluso bajo la Nueva Constitución, cuando la nación obtenga posesión perpetua, los siervos del Príncipe tendrán que entregar dadivas territoriales en el año de la libertad; y sus hijos las poseerán [sus tierras] a perpetuidad. (Ezeq. 46:16-18). El pacto de la promesa confiere una propiedad más extensa del país que la indicada en la ley de Moisés. En ningún momento de su ocupación poseyó Israel toda la tierra desde el Éufrates hasta el Nilo, como se ha prometido en el pacto; e incluso si la tuvieran, semejante propiedad no habría sido en el sentido del pacto, porque ellos no han tenido posesión conforme a los límites definidos “a perpetuidad”. Daré toda la tierra de Canaán “por herencia perpetua” es la promesa; pero el hecho indisputable es que Israel sólo ha poseído una parte de ella por un período limitado y turbulento. En los días de Salomón, cuando la nación estaba en su cenit bajo la ley, la tierra la poseían juntamente Israel, los tirios y los restos de los hititas, los amorreos, los ferezeos, los heveos, los jebuseos, etc.; pero cuando llegue la era del pacto, Israel dirigido por Silo la poseerá en su totalidad; “Y ya no habrá cananeos en la casa del Señor de los ejércitos”. A ninguna persona incircuncisa se le permitía ser miembros de la familia de Abraham. Esclavos nacidos en casa o comprados, además de hijos, habían de ser igualmente circuncidados, de otro modo serían desechados; porque aquel que estaba incircunciso al octavo día después de que fueron instituidas las primeras circuncisiones, o en ninguna, había roto el pacto del Señor. Esto era una gran calamidad; porque nadie sino las personas circuncidadas podían heredar las promesas. Esto puede ser sobrecogedor, pero es estrictamente la verdad. Sin embargo, ha de recordarse que la verdadera circuncisión es la del corazón. La circuncisión de la carne es tan sólo una señal externa de la circuncisión del corazón de Abraham; y todo aquel que quiera heredar juntamente con el fiel Abraham debe también ser circuncidado en el corazón. Cuando él fue circuncidado en el corazón le fue imputada su fe en Dios para la remisión de los pecados pasados. Su anterior idolatría, etc., fue olvidada y el cuerpo de los pecados de su carne. Ahora bien, un hombre que cree lo que creyó Abraham, con el mismo efecto en su disposición y vida, está también circuncidado en el corazón, cuando al vestirse de Cristo, es también “circuncidado con circuncisión no hecha por manos… mediante la circuncisión de Cristo” (Col. 2:11), que se realizó al octavo día conforme a la ley. Al vestirse de Cristo, su fe le es contada por justicia como lo fue con Abraham. “El cuerpo pecaminoso de la carne” es desechado. El prepucio de su corazón es “circuncidado, y él es receptor de la “circuncisión en espíritu”; y su alabanza, aunque no de los hombres, se declara que es “de Dios” (Rom. 2:29). Ahora bien, respetuosamente pregunto, ¿podrá un hombre, que entiende la trascendencia de la circuncisión de la carne, y la naturaleza de la circuncisión del corazón, poner en peligro su reputación y sensatez diciendo que el bautismo de niños pequeños por aspersión, aunque sea una práctica espiritual, fue designado divinamente en la sala de la circuncisión en la carne o en espíritu? Que la inmersión de un hombre de la misma fe y disposición que la de Abraham está conectada con la circuncisión, ya lo he demostrado; para tal hombre, la inmersión en el nombre glorioso es la señal de su justificación por la fe, como la circuncisión de la carne fue para Abraham. Ciertamente, es un sustituto de la circuncisión de la carne; pero el acompañamiento también de la circuncisión del corazón; y como toda la fe de Abraham había de ser separada de su pueblo que no estaba circuncidado en la carne, así también toda su fe será ahora separada de que aquellos que no han sido sumergidos; porque la inmersión es el único medio de vestirse de la circuncisión de Jesucristo por el cual es desechado el cuerpo pecaminoso de la carne (Col. 2:11-12). Pero éste es un asunto totalmente diferente de que el bautismo por aspersión a niños pequeños provenga de la sala de circuncisión de la carne. Supongamos que así fuera, entonces la ley de la circuncisión debe haber llegado a ser la ley del sustituto, es decir, del bautismo por aspersión a niños pequeños. Entonces los bautizados por aspersión, están obligados a guardar toda la ley, y en su defecto quedan bajo su maldición. La inmersión de un incrédulo no tiene validez alguna. Para tal persona no es una señal. ¿Qué diremos, entonces, del bautismo por aspersión de un niño pequeño? ¿Es la aspersión y el marcarlo con la señal de la cruz una señal para él, y para los demás, de que está “justificado por la fe, tenemos paz para con Dios por medio del Señor Jesucristo”? (Rom. 5:1). ¿O es una señal de la fe de sus padrinos y madrinas, o de sus padres, de que ellos son justificados por la fe y circuncidados en el corazón? ¿O es una señal de que el administrador eclesiástico tiene fe en el pacto de la promesa? No, más bien, es una señal de la pasmosa ignorancia de la letra y del espíritu del evangelio, y del judaísmo de todos los interesados; y una notable ilustración de ese “poderoso engaño” (2 Tes. 2:11) que se extiende sobre el rostro de todos los pueblos como un velo que todo lo cubre (Isaías 28:7). LA ALEGORÍA Abraham tuvo dos hijos: Ismael, el hijo de Agar, una sierva egipcia; e Isaac, el hijo de Sara. Ismael tenía catorce años de edad cuando nació Isaac. Él nació en el curso normal de las cosas y, por lo tanto, “nacido según la carne”; en cambio Isaac no nació bajo circunstancias normales, ya que Sara tenía noventa años de edad y Abraham cien, pero ella fue fortalecida por Dios, según la promesa, y en consecuencia se dijo que Isaac “nació según el Espíritu”. Agar era una esclava, pero Sara era libre; sin embargo, si el asunto hubiese quedado a la decisión de Abraham, él habría hecho también a Ismael su heredero además de Isaac, porque los amaba a los dos. Pero Ismael manifestaba un mal espíritu hacia Sara e Isaac, que había aprendido de su madre. Moisés dice que él se burlaba de Isaac, o hablaba de él con menosprecio; lo cual el apóstol interpreta que él perseguía a Isaac, y que eso era característico en aquellos de la clase de Ismael. La indignación de Sara estaba dirigida a esto: “Por tanto, dijo a Abraham: Echa a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta sierva no ha de heredar con mi hijo Isaac” (Gén. 21:10). Aunque Abraham estaba sumamente apenado por esto, Dios aprobó la decisión de Sara; y le informó a él que Cristo descendería de Isaac y no de Ismael, diciendo: “”En Isaac te será llamada descendencia”; no obstante, como Ismael era su hijo, él haría de Ismael una gran nación con doce príncipes como padres de su nación. Este fragmento de la historia de Abraham tiene una importancia más allá de lo que parezca en la superficie. El apóstol nos informa que esos incidentes son alegóricos. Es decir que las dos mujeres y sus características representan dos pactos; y que los dos hijos de Abraham son dos simientes, o clases de personas. Los pactos son: “El uno ciertamente del monte Sinaí… en Arabia” (Gál. 4:24-25), y el otro el pacto confirmado por Dios 430 años antes de que fuera promulgado el del Sinaí; y que. Siendo un asunto de promesa, cuyo beneficiario es Cristo como heredero de Canaán y su futuro rey en Jerusalén, que ahora está a la diestra de Dios, se dice que es “la Jerusalén de arriba”. El apóstol dice que Jerusalén es el objetivo de ambos pactos; pero en diferentes períodos de su historia. Durante su existencia como la metrópolis de la mancomunidad hebrea bajo su constitución sinaítica, ella fue representada por la sierva Agar, porque el pacto del Sinaí “produjo la servidumbre”; y en consecuencia los ciudadanos de la mancomunidad estaban en esclavitud de la ciudad madre. Ellos estaban “presos en el yugo de esclavitud” (Gál. 5:1) “bajo los principios elementales del mundo” (Gál. 4:3). Ellos estaban obligados a cumplir a guardar la ley en su totalidad, por lo cual buscaban ser justificados, y como no podían hacerlo debido a la debilidad de la carne, quedaban bajo la maldición. Pero esta estado de cosas era sólo provisional. Dios no tenía la intención de que la mancomunidad existiera a perpetuidad bajo la constitución sinaítica. Israel no siempre iba a estar esclavizado a la ley de Moisés. Una gran revolución estaba predeterminada por Dios, la que daría por resultado la abolición del pacto arábico y la dispersión de Israel entre las naciones. De manera alegórica, esto es como decir “Echa a esta sierva y a su hijo”, lo cual era necesario por la buena y más que suficiente razón de que la constitución sinaítica de la mancomunidad de Israel no estaba adaptada para el pueblo y el estado cuando Cristo se sentara en el trono de su padre David y los santos poseyeran el reino. La ley de Moisés imponía ordenanzas referentes a la carne, tales como “el agua de la separación” (Núm. 19; Heb. 10:13), lo cual sería totalmente incompatible con las realidades de la Era Venidera. Bajo la ley “cada año se hacía memoria de los pecados” (Heb. 10:3), pero bajo la Nueva Constitución del cielo, dice Yahvéh “perdonaré la iniquidad de ellos y no me acordaré más de su pecado” (Jer. 31:31-34). La constitución sinaítica tenía defectos; por lo tanto, era necesario que se diera lugar a una mejor, la cual será establecida sobre mejores promesas (Heb. 8:6-7). De ahí que la sierva había de ser expulsada para dar paso a un sistema más perfecto de la mancomunidad. Pero, mientras que Agar representa a Jerusalén bajo la ley, y Sara a Jerusalén bajo la nueva constitución de la mancomunidad hebrea, Ismael representa a Israel, que se gloría en su descendencia carnal de Abraham y jactándose en la ley; e Isaac, aquellos de Israel y los gentiles que consideran que la carne para nada aprovecha (Juan 6:63), y los cuales son los hijos de Abraham por creer en las promesas que le fueron hechas a él y a su simiente. De ahí que Ismael e Isaac representan dos simientes o clases del género humano, las cuales no serán juntamente herederos de la promesa. Ciertamente, sus naturalezas son tan opuestas que sería imposible que ambos cumplieran en colaboración el destino trazado para aquellos que han de heredar la promesa. La simiente ismaelita son hombres violentos, cuyas manos están en contra de todos los que creen la verdad. Son burlones; porque, así como Ismael se burlaba de Isaac, así también Israel se burlaba de Jesús y hablaban con tono acusador de él y de sus hermanos que son uno. El reino que se ha de establecer es un dominio justo, y requiere hombres justos para su administración; como está escrito: “Habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el temor de Dios” (2 Sam. 23:3). Por lo tanto, es imposible que la simiente ismaelita pueda ser heredera de la promesa. Todo el honor, gloria y poder del estado estuvo en sus manos bajo el pacto árabe; y cruel e injusto fue el uso que ellos hicieron de esa posición. Dieron muerte a Jesús; y persiguieron a los que él “dio poder para que llegaran a ser los hijos de Dios”, creyendo en su nombre; “y se oponen a todos los hombres; impidiéndonos [a los apóstoles] hablar a los gentiles para que ‘estos se salven” (1 Tes. 2:15-16). Ellos eran en aquel tiempo “los primeros”, pero el poder estaba destinado a cambiar de manos, cuando aquellos que eran “los primeros, serán los últimos”. Ellos habían matado al heredero para que la herencia fuera de ellos; pero ellos serán destruidos, y ahora la viña ha de ser otorgada a otros, los cuales pagarán el fruto al Señor a su tiempo (Mateo 21:38, 41). De este modo, como en el caso de Ismael e Isaac, “Como entonces el que había nacido según la carne perseguía al que había nacido según el Espíritu, así también ahora” (Gál. 4:29). Y nosotros podemos añadir que siempre será así, hasta los tiempos de la restauración del Estado, cuando “los últimos serán los primeros”, y más allá del alcance del mal. Nadie sino Dios tenía el derecho, o el poder, para nombrar al “heredero de todas las cosas”. Abraham no podía nombrarlo, ni él podía nombrarse a sí mismo. Abraham deseaba que Ismael fuera el heredero; o, como él lo expresó: “Ojalá Ismael viva delante de ti” (Gén. 17:18). Pero Dios no consentiría esto. Por lo tanto, prometió darle uno como su heredero, al cual llamaría Isaac, y de quién dijo: “Y confirmaré mi pacto con él como pacto eterno para su simiente después de él” (Gén. 17:18 – Versión Rey Santiago). Pero Isaac no sólo era hijo de la promesa; él también creía en la promesa, porque la Escritura dice: “Por la fe bendijo Isaac a Jacob y a Esaú con respecto a cosas que habían de venir” (Heb. 11:20). Y está escrito: “En Isaac te será llamada tu simiente” (Rom. 9:7-8) – Es decir, Cristo descenderá de él, y todos los que crean en las promesas, y se vistan de Cristo, serán considerados como “en Isaac”; y siendo así, “los hijos de la promesa” serán “contados en la simiente” (Rom. 9:8), los cuales heredarán el país y el mundo para siempre. Entonces, “la simiente” es una frase que se debe entender en un doble sentido; primero, refiriéndose a Cristo; y, segundo, a todos los que son constitucionalmente en él. Isaac es representativo de ambos; porque Cristo descendía de sus lomos, y todos los que son “en él” deben ser también constitucionalmente en Isaac. Por falta de entendimiento de la doctrina bíblica acerca de las dos simientes, algunos muy fatales errores han sido cometidos por muchas personas bien intencionadas. Ellos han llegado al extremo de negar que la simiente de Abraham según la carne será alguna vez restaurada a la tierra de Canaán, lo cual es en efecto negar el cumplimiento de una enorme proporción del “testimonio de Dios”. La simiente de la serpiente, y la simiente de la mujer, indicadas antes del diluvio, se distinguen después en la simiente de Ismael y en la simiente de Isaac. “No los que son hijos según la carne son los hijos de Dios… Porque no todos los que son de Israel son israelitas” (Rom. 9:8, 6). Esto es cierto, pero, por lo tanto, no significa que no hay nada más que se pueda hacer con “los hijos de la carne” que quemarlos completamente. Para llevar a cabo la alegoría, Dios aún tiene que hacer de la simiente de Ismael una gran nación; porque, aunque Ismael era un paria y un errante en el desierto, Dios prometió que él sería grande, y que habitaría en presencia de sus hermanos (Gén. 17:20; 16:12). Los hijos de Abraham según la carne son “los hijos del reino” (Mateo 8:12; 13:38) así como los hijos de la promesa; sólo que estas dos clases de hijos se hallan en una relación diferente al gobierno y a la gloria de la mancomunidad, y al dominio de las naciones en la era venidera. Los hijos de Ismael fueron expulsados del gobierno por los romanos; pero los hijos de Isaac “resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mateo 13:43), En la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria (Mateo 25:31), los hijos en Isaac reinarán como “hijos”; mientras que los hijos de la carne serán los súbditos del rey, o “siervos”. Esta distinción se evidencia en el siguiente testimonio: “En lugar de tus padres serán tus hijos, a quienes harás príncipes en toda la tierra” (Sal. 45:16), de los cuales se dice: “Si el príncipe diere algún presente a alguno de sus hijos, éste será heredad de ellos; será posesión de ellos en herencia. Pero si de su heredad diere algún presente a alguno de sus siervos, será de él hasta el año de la libertad; y entonces volverá al príncipe, porque la herencia será de sus hijos” (Ezeq. 46:16-17). Los hijos del príncipe son coherederos con él; pero los siervos del príncipe son sólo arrendatarios por una cierta cantidad de años. Si el Israel natural no es restaurado a Canaán, entonces el Israel espiritual, es decir, el príncipe y sus hijos, heredarían un reino sin súbditos que les sirvan. Esto sería como si la familia real reinara en el Castillo de Windsor sobre el reino de Bretaña después de que todos sus habitantes se hayan expatriado a los Estados Unidos. Se requiere más de un estado mayor para establecer un regimiento; así también se requiere una multitud de gente, así como príncipes, sacerdotes, y reyes, para constituir un reino en Canaán, o en cualquier país. Ahora bien, los hijos en Isaac llegan a ser los hijos de la Jerusalén espiritual por creer en las “preciosas y grandísimas promesas” (2 Pedro 1:4) presentadas en “la multiforme sabiduría de Dios” (Efe. 3:10). Ellos esperan ver Canaán y Jerusalén bajo el nuevo pacto, el cual las constituirá celestiales a ambas. Incluso ahora se dice que ellas se han “acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial” (Heb. 12:22); pero hasta ahora sólo está en espíritu, es decir, por medio de la fe y la esperanza; y como la ciudad y la tierra serán hechas celestiales por el Señor del cielo, sus gloriosos atributos son en verdad “de arriba”. Por lo tanto, creer en lo que será traído del cielo a la ciudad, los hijos de la promesa en Isaac han de estar relacionados con la “Jerusalén de arriba, la cual es madre de todos” (Gál. 4:26). De ahí que el apóstol los exhorta, diciendo: “Si habéis, pues, resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto [para las cosas terrenales], y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, que es nuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Col. 3:1-4). LA PARÁBOLA DE LA SIMIENTE Abraham tenía noventa y nueve años de edad, e Ismael trece, cuando fueron circuncidados (Gén. 17:24). Isaac nació cuando Abraham tenía cien años de edad. Entre la circuncisión de su hogar y el nacimiento de Isaac, cuando él aún estaba vivo, “en la llanura de Mamre, que es Hebrón”, el Señor se le apareció, y de nuevo le prometió a Sara un hijo. En esta crisis, Sodoma y Gomorra fueron destruidas, y se formó el Mar Muerto. Después de esta catástrofe, Abraham viajó desde Hebrón hacia el sur del país, y moró entre Cades y Shur, y se quedó en Gerar de los filisteos. A su llegada allí, llegó a un acuerdo con el rey del país, que ellos confirmaron mediante un juramento, por lo cual se le permitió vivir en cualquier parte de Filistea que él deseara. Y se le devolvió un pozo de agua, llamado Beerseba, que los siervos del rey le habían quitado violentamente (Gén. 20:15; 21:25, 31). Después de este acuerdo, nació Isaac según la promesa. En el día en que fue destetado, Abraham hizo una gran fiesta. Fue entonces que se descubrió que Ismael se burlaba de Isaac, lo que motivó la expulsión de él y de Agar de la familia. Habiendo ellos sido expulsados, Abraham plantó una arboleda en Beerseba y allí “invocó el nombre de Yahvéh, el Dios eterno. De este modo, habiéndose establecido, “moró en la tierra de los filisteos” (Gén. 21:34) por muchos días. Por cuánto tiempo continuó allí, se puede averiguar por las siguientes consideraciones. En sus palabras ante el Sanedrín, Esteban dice: “Muerto su padre, Dios le trajo a esta tierra, en la cual vosotros habitáis ahora” (Hechos 7:4). Ahora bien, el padre de Abraham, tenía 70 años de edad cuando nació Abraham; así que cuando nació Isaac en Beerseba, Taré tenía ciento setenta años. Pero Taré vivió doscientos cinco años, y entonces murió en Harán; y fue después de su muerte que Abraham se trasladó a Hebrón, donde murió Sara, a la edad de ciento veintisiete años. Ahora bien, ella murió dos años después de Taré; así que fue en estos dos años que Abraham se fue de Filistea. Pero Esteban dice que fue cuando murió Taré que él [Abraham] se trasladó a Canaán, lo que hace que los “muchos días” que él permaneció en la tierra de los filisteos fueron treinta y cinco años desde el nacimiento de Isaac. Esta simple declaración de hechos quita una dificultad que ha dejado muy perplejos a los cronólogos. Moisés dice que Taré murió en Harán a la edad de doscientos cinco años (Gén. 11:32). Y Esteban aparece diciendo que Abraham se fue de Harán a Canaán cuando murió Taré, haciendo, por lo tanto, a Sara una residente del país por sólo dos años. La culpa de esto es la versión inglesa que traduce xdxel0ev, “de allí” en vez de después, tal como debería ser. “Abraham”, dijo Esteban, “habitó en Harán; y después” --¿cuánto tiempo después? – “Cuando su padre murió, Dios lo trajo” -- ¿De dónde? De Beerseba de los filisteos. ¿Hacia dónde? A Hebrón “a esta tierra, en la cual vosotros habitáis”. De este modo, Moisés y Esteban concuerdan. Ahora bien, en algún momento mientras Abraham habitaba en la tierra de los filisteos, Dios se le apareció con el propósito de poner su fe a prueba; y de darle en la persona de Isaac una vívida representación de lo que había de lo que había de sobrevenirle a su simiente, el Cristo, que provendría de los lomos de Isaac, antes de que fuera exaltado para heredar Canaán y el mundo. La prueba fue muy severa. Se le mandó que llevara a Isaac “su único hijo a quien amaba” a la tierra de Moriah, y “lo ofrendara allí en holocausto sobre uno de los montes”, que Dios le indicaría. Moriah mismo era un monte en el cual después Salomón edificó el templo (2 Cró. 3:1), y la tierra, o región, circunvecina es célebre por los montes, llamados después Sión, Olivos, y Calvario. El monte escogido por Dios no se nombra; por lo tanto, sólo puedo expresar mi opinión de que fue el Calvario. Le demoró hasta “el tercer día” llegar al lugar, una distancia de cuarenta millas en línea recta desde Beerseba. Esto no será sorprendente cuando se recuerda que él viajaba en un asno, acompañado por dos jóvenes, además de Isaac, los que llevaban la madera y otras cosas necesarias para el viaje. Por lo tanto, su avance era lento. “Al tercer día alzó Abraham sus ojos y vio el lugar de lejos”. Entonces hizo que se detuviera la comitiva. Les dijo a los jóvenes que se quedaran allí con el asno: “y yo y el muchacho iremos hasta allá, y adoraremos y volveremos a vosotros”. Pero si iba a inmolar a Isaac, ¿cómo podría Isaac y él volver a ellos? El apóstol explica esto, diciendo: “Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía a su hijo unigénito”, de Sara. “Habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada tu simiente, considerando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado” (Heb. 11:17-19). Abraham estaba totalmente decidido a matar a Isaac; pero él creía firmemente que Dios volvería a levantarlo de entre los muertos; porque todas las promesas que Dios le había hecho habían de cumplirse en la Simiente de Isaac; como está escrito: “Y estableceré mi pacto con él [Isaac] como pacto eterno, y con su simiente después de él” (Gén. 17:19 – Versión Rey Santiago). Por lo tanto, dijo Abraham a los jóvenes, “volveremos a vosotros”. La parábola, o representación, de lo que después había de sucederle a la simiente de Isaac, empezaba ahora: “Y tomó Abraham la leña del holocausto y la puso sobre Isaac, su hijo”; mientras él llevaba el fuego y el cuchillo. Isaac continuó respondió: con gran disposición., sin la menor sospecha de que era él la víctima propuesta. “Padre mío”, dijo él mientras caminaban; y él contestó, “Heme aquí, hijo mío”. “He aquí”, dijo Isaac, “el fuego y la leña, pero, ¿dónde está el cordero para el holocausto?” Y Abraham respondió: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío”. Habiendo llegado al lugar, construyó un altar, y puso la leña en orden, ató a Isaac, su hijo, y lo colocó en el altar sobre la leña. Entonces extendió su mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. En esta crisis, cuando Isaac esperaba una muerte instantánea a manos de su padre, que lo amaba como su único hijo, el ángel de Yahvéh lo llamó del cielo y le mandó que no hiciera daño al muchacho. Un carnero trabado en un zarzal por sus cuernos fue designado como un sustituto de Isaac, quien, por lo tanto, fue inmolado en substitución; pero, por su liberación personal de la muerte, restaurado a Abraham como por una resurrección. Abraham llamó al lugar de esta memorable e instructiva transacción, Yahveh-nijze, es decir, “Yahvéh proveerá”, y en más de 400 años después, fue conocido por el nombre de “el Monte de Yahvéh” (Gén. 22:14). Pero antes de dejar la parábola de la Simiente, se debe destacar que no se completó en la resurrección figurada de Isaac. La muerte expiatoria y resurrección de Cristo había sido representada; pero entonces, después de estos acontecimientos, ¿cuál había de ser su destino? La respuesta a esta pregunta se halla en el incidente final de la parábola. Moisés testifica que “llamó el ángel de Yahvéh a Abraham por segunda vez”. En la primera vez anunció del cielo la aceptación del sacrificio de su hijo; pero en la segunda vez que Yahvéh habló del cielo tenía referencia al triunfo de Cristo sobre sus enemigos y su posesión del mundo, como le fue predicado a Abraham en el evangelio en el principio. “Por mí mismo he jurado, dice Yahvéh, que por cuanto has hecho esto y no me has rehusado a tu hijo, tu único, de cierto te bendeciré grandemente y multiplicaré en gran manera tu simiente como las estrellas del cielo y como la arena que está en la orilla del mar; y tu Simiente poseerá las puertas de sus enemigos. En tu Simiente serán bendecidas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste mi voz.”. De este modo, quedó terminada la representación parabólica, “y volvió Abraham a sus siervos, y se levantaron y se fueron juntos a Beerseba; y habitó Abraham en Beerseba” (Gén. 22:19). RESUMEN DE LA FE DE ABRAHAM Abraham es el padre de todos los que creen y andan en los pasos de esa fe y que él tuvo incluso antes de ser circuncidado. Éste es el testimonio del apóstol. Creo que no hace falta decir, pero puede ser útil hacerlo, que nadie puede andar en los pasos de la fe de Abraham si no creen las mismas cosas. Esto es evidente. Ha de ser para Abraham conforme a la fe de él; y ésta es la regla para todos. Heredaremos aquello en lo cual tenemos fe. Si tenemos una fe comprensiva en la verdad, heredaremos la verdad; pero si creemos en lo que no es verídico, y por lo tanto, visionario, no heredaremos nada sino el torbellino. Ahora bien, si se pregunta, ¿qué es la verdad?”, la respuesta es las cosas en las que creía Abraham, con el reconocimiento de que Jesús es la Simiente de que se habla en las promesas que se le hicieron a Abraham. Por lo tanto, es esencial para nuestra salvación que estemos familiarizados con los asuntos de su fe. Entonces, para hacer esto tan fácil como sea posible, aquí añadiré un resumen de la fe que le fie contado por justicia. Aquí me gustaría recordar al lector que Abraham fue justificado porque él creía en Dios. Esto no significa tan sólo creer en la existencia de Dios. Esto está implícito. Creer en Dios en el sentido bíblico “es estar plenamente convencido de que lo que él ha prometido, él también puede cumplirlo”.; y porque éste era el caso de Abraham, por lo tanto, “le fue contado por justicia” (Gál. 3:6). Además, este convencimiento no consiste en decir, ‘todo lo que Dios ha prometido, no lo sé, pero de esto estoy convencido, que él lo cumplirá’. Ésta no es la clase de convencimiento que acepta Dios. Él requiere que los hombres se informen primero de lo que él ha prometido, y después consulten el testimonio que él ha dado hasta que queden plenamente convencidos, como Abraham lo estuvo. Dice el apóstol: “No fue escrito sólo por Abraham que su pleno convencimiento de la divina promesa le fue contada por justicia; sino también a nosotros a los cuales nos será imputado si creemos en Dios (Rom. 4:11, 23). Al estudiar la vida de Abraham, su biografía nos lo presenta así: Como un idólatra bajo condenación junto con el mundo; Como un creyente en el evangelio predicado por el ángel de Yahvéh; Como justificado de todos los pecados pasados por la fe en sus promesas; y Como justificado por las obras para vida eterna. Estos cuatro puntos se pueden afirmar para todos los hijos espirituales de Abraham. Nacidos de la carne, ellos son ciudadanos del mundo, y herederos de condenación; entonces ellos creen el evangelio; después son justificados de los pecados pasados por la fe; y sujetos a una subsiguiente probación por la cual es probada su fe y hecha perfecta. Aquí es digno de destacar que Abraham creyó en el evangelio diez años antes de que su fe le fuera contada por justicia. Por los hechos, parece que le fue predicado el evangelio en Harán; y no fue sino hasta la ocasión de la confirmación del pacto en Hebrón que el Señor le concedió una absolución de todos sus pecados pasados; lo cual está implicado en el testimonio de que “él creía en el Señor y le fue contado por justicia”. Este hecho debería enseñar al lector que no es en el instante en que un hombre cree cuando es justificado. Un hombre puede creer la verdad por muchos años sin ser beneficiario de la justicia de Dios. Si es así, entonces se puede preguntar: ¿‘Cuándo, o en qué punto del tiempo, y cómo la fe de un hombre en la verdad le es contada para la remisión de pecados?’ En cuanto a la manera de imputación, ésta debe necesariamente del caso de Abraham. El ángel de Yahvéh anunció a Abraham su justificación por palabra verbal. Pero bajo el presente orden de cosas, no puede contarse con esto. El ángel enviado a Cornelio no pronunció su justificación, sino que simplemente lo puso en el camino para obtenerla. Confío en que el lector no ha olvidado el uso de la llave en su caso. Las Escrituras dicen que por medio de Jesús ahora se predica la remisión de pecados a los que creen el evangelio del reino; y que la justificación por la fe es por medio de su Nombre. Es decir, Dios ha nombrado una institución por cuyo medio se comunica la remisión de pecados a los que creen en las cosas del reino de Dios y en el nombre de Jesús; de manera que en vez de enviar un ángel para anunciar a cada persona que su fe le es contada por justicia, como en el caso de Abraham, él ha ordenado que se haga una proclamación general de que “por medio del nombre de Cristo” los creyentes pueden obtener la remisión de pecados. Ahora bien, no hay más que un solo camino para que un creyente en el evangelio pueda acceder a este nombre, a saber, “bautizándose en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Entonces, la respuesta a la pregunta es ésta, que la fe de un hombre en el evangelio le es contada por justicia en el acto de ser bautizado en el nombre. No hay otro camino que éste, e incluso un creyente en la verdad morirá en sus pecados a menos que lo acepte. Entonces, los “artículos” de la fe de Abraham eran éstos: Que Dios multiplicaría a sus descendientes como las estrellas del cielo en multitud, y los haré una nación grande y poderosa. Que en ese tiempo su nombre sería enaltecido Que de su posteridad surgiría ALGUIEN en quien y en sí mismo todas las naciones de la tierra serán bendecidas. Que él juntamente con este personaje tendría posesión efectiva de la tierra de Canaán para siempre. Que ellos dos, con toda su simiente adoptada, poseerían el mundo. Que la simiente, o Cristo, sería un hijo unigénito y amado, sí, la simiente de la mujer solamente, y, por lo tanto, de Dios; que él caería víctima de sus enemigos; y en su muerte sería aceptado como una ofrenda siendo resucitado de entre los muertos, según el ejemplo en el caso de Isaac. Que después de la resurrección, o en “una segunda vez”, Cristo poseería en triunfo la puerta de sus enemigos, y obtendría la tierra de Canaán y el dominio del mundo según la promesa; y, Que, en ese tiempo, él y su simiente adoptada, serían hechos perfectos, recibirían las promesas, y “entrarán en el gozo de su Señor”. Ésa era la fe de Abraham en un resumen esquemático, y así debe ser la fe de todos los que hereden con él. En conclusión, me gustaría dirigir la atención del lector al hecho de que Abraham era la persona de una doble justificación, por así decirlo, primero, una justificación por fe; y, segundo, una justificación por obras. Pablo dice que él fue justificado por la fe; y Santiago, que él fue “justificado por las obras”. Los dos tienen razón. Como un pecador fue justificado de sus pecados pasados cuando su fe le fue contada por justicia; y como un santo fue justificado por las obras cuando ofrendó a Isaac. De su justificación como un santo, escribe Santiago: “¿No fue justificado por las obras nuestro padre Abraham, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras? Y se cumplió la Escritura que dice: Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia, y fue llamado amigo de Dios. Vosotros veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe” (Stg. 2:21-24). Lo he denominado una doble justificación a modo de ilustración; pero, en verdad, es sólo una. Las dos están relacionadas como causa y efecto; siendo la fe el principio motriz, es una justificación que empieza con la remisión de pecados del pasado, y es perfeccionada en la obediencia hasta la muerte. La idea puede ser simplificada así: No hay exaltación sin probación. So un hombre cree y obedece el evangelio, sus pecados pasados le son perdonados en Cristo; pero, si después de esto él anda en las costumbres del mundo, se demuestra que su fe está muerta, y pierde su derecho a la vida eterna. Pero, por otro lado, si un hombre llega a ser un hijo adoptado de Abraham, y “persevera en hacer el bien y busca gloria, y honra e inmortalidad” (Rom. 2:7), encontrará la vida eterna en el Paraíso de Dios. |