Elpis Israel - La Esperanza de Israel - Segunda Parte - Capítulo 2 SE PREDICA EL EVANGELIO A ABRAHAM: SU FE Y OBRAS Cinco puntos de testimonio profético – Los elementos generales de un reino están incorporados en el reino de Cristo -- La promesa que Dios hizo a los padres, la esperanza de Israel, y el evangelio, son lo mismo -- Quienes son los padres -- Abraham, originalmente de Babel, e idólatra -- El Señor le predica el evangelio en Mesopotamia -- Él lo cree, y, en consecuencia, emigra en dirección oeste -- Se convierte en un peregrino en la tierra de Canaán, la que le fue prometida a él y a Cristo para siempre -- Su fe le fue contada por justicia -- La promesa de una resurrección a vida eterna -- Confirmación del pacto de la promesa -- La extensión de la tierra está definida en el legado -- La reaparición de Cristo es necesaria por la naturaleza de las cosas -- Se explican las frases "en ti", "en él", y "en tu simiente" -- Las naciones no son el pueblo de Dios, en ningún sentido -- Abraham, Cristo, y los santos, son los "herederos del mundo" -- La señal del pacto -- El significado de la circuncisión -- El moderno Israel bajo la maldición de la ley -- Circuncisión del corazón -- La alegoría -- Las dos simientes -- Parábola de la simiente -- Resumen de la fe de Abraham. En el libro del profeta Miqueas está escrito que “y él juzgará entre muchos pueblos y reprenderá a naciones poderosas hasta muy lejos [desde Jerusalén]” y, como resultado de esto, “forjarán sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación ni se adiestrarán más para la guerra. Y se sentará cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá quien los amedrente”. Y “en aquel día, dice Yahvéh, juntaré a” Israel, y los haré una “NACIÓN ROBUSTA, y Yahvéh reinará sobre ellos en el monte Sión DESDE AHORA y para siempre”. Y “tú, oh… Sión, hasta ti vendrá el PRIMER SEÑORÍO; el reino vendrá a la hija de Jerusalén” (Miq. 4:3-8). Y el Juez que será gobernante en Israel; y sus orígenes son desde tiempos antiguos, desde los días de la eternidad, “y él se levantará y apacentará con el poder de Yahvéh, con la grandeza del nombre de Yahvéh su Dios; y permanecerán, porque entonces él será engrandecido hasta los confines de la tierra. Y ese hombre [el Señor Jesucristo] será la paz cuando el asirio [el ruso-asirio] venga a nuestra tierra [Israel]”. Y “devastarán la tierra de Asiria a espada, y la tierra de Nemrod en sus entradas; y [el Juez de Israel] nos librará del asirio [Gog] cuando venga a nuestra tierra”. “Y el remanente de Jacob será en medio de muchos pueblos como el rocío que viene de Yahvéh, como las lluvias sobre la hierba, las cuales no esperan al hombre ni aguardan a los hijos de los hombres. Asimismo, el remanente de Jacob será entre las naciones, en medio de muchos pueblos, como el león entre las bestias del bosque, como el cachorro del león entre los rebaños de las ovejas, el cual si pasa, pisotea y despedaza, no hay quien escape. Tu mano se alzará sobre tus enemigos, y todos tus adversarios serán talados”. “Y con ira y con furor haré venganza en las naciones que no escucharon” (Miq. 5:1, 2, 4-9, 15). En este pasaje, que es sólo una muestra del tenor general de la ley y del testimonio, se nos informa lo siguiente: 1. Que las naciones han de ser subyugadas, y que en consecuencia prevalecerá la paz universal; 2. Que cuando ocurra esto, los israelitas serán una nación fuerte; 3. Que ellos constituirán UN REINO; 4. Que el Juez de Israel, tratado anteriormente de manera indigna, será su Rey; 5. Que Jerusalén será la metrópolis, y el monte Sión el trono del reino. Tal es el propósito revelado del Altísimo. Pero una consumación como ésta requiere preparación; y ésta será también muy larga. Especialmente, cuando se ha de desarrollar en base a ciertos principios morales así como políticos. Cuando venga el tiempo en que se ha de poseer el reino, se dirá a sus herederos: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo”. Por esto, parece que la obra de preparar el reino se extiende desde la fundación del mundo hasta la resurrección de los muertos. En todo este tiempo el reino está siendo preparado; pero cuando descienda el Rey y reprenda a las naciones, y sea asolada la tierra de Nemrod a espada, y haga de Israel una nación fuerte, entonces se dirá que el reino está preparado. Probablemente, el lector se preguntará: ‘¿En qué consiste esta obra de preparación que deba ocupar un tiempo tan extenso?’ Ésta es una pregunta importante y, en respuesta, yo menciono que si sólo se empleara la fuerza física para preparar el reino, no sería necesaria tanta demora. Un reino se puede instalar en pocos días y ser abolido tan rápidamente como lo hemos presenciado en nuestra propia época. Pero con el reino de Dios no es así. Lo físico está subordinado a lo intelectual y a lo moral; y como los hombres, en medio de los cuales se está preparando, son tan terrenales y sensuales, el desarrollo mental es mucho más lento que el físico; y por lo tanto, un reino fundado sobre principios morales requiere más tiempo para prepararse, pero es más duradero cuando se ha completado. En las páginas siguientes mi esfuerzo se enfocará en establecer una respuesta detallada a la pregunta. Un reino es el dominio de un rey. Un imperio también es el dominio de un rey, pero con esta diferencia: el reino propiamente tal, o “el primer dominio”, está restringido a un territorio constituido monárquicamente; mientras que el imperio, o dominio secundario, aunque pertenece al mismo rey, se extiende hacia otros pueblos, multitudes, naciones y lenguas, a diferencia de aquellos del dominio monárquico. Esto está ilustrado en el caso de los reinos y del imperio británico. Los reinos están restringidos a Inglaterra y a Escocia, los cuales son por constitución territorios monárquicos, pero el imperio es un dominio secundario de las mismas coronas unidas que se extiende a Canadá, Indostán, y otras partes del globo, con todas las naciones, idiomas y pueblos que contienen. Hay diversos elementos necesarios para la constitución de un reino bien organizado. En primer lugar, un reino debe tener un territorio. Esto sólo es decir, en otros términos, que algo debe haber en alguna parte. Afirmar lo contrario sería sostener que no hay algo en parte alguna. Un reino no está localizado en los sentimientos o en el corazón; aunque una creencia en su existencia futura, un entendimiento de su naturaleza, o una aproximación a ello, pueden existir allí. Debe tener un lugar, una localización, así como un nombre. Sería muy absurdo decir que el reino de Inglaterra y el trono de su soberano están en España. Sin embargo, esto sería tan razonable como decir que el reino y el trono de David más allá del firmamento; un dogma tradicional contenido en la ficción de que Jesús está sentado ahora en el trono de su padre David. ¡No hay presunción más ridícula que ésta para que la promulguen los inventores de credos y los sistematizadores! Además de un territorio, un reino debe tener súbditos, que componen la nación sobre los cuales está el rey. Pero simplemente instalar un hombre y llamarlo “rey” sería imprudente. Estaría en consonancia sólo con el barbarismo de tribus salvajes. Una monarquía bien regulada requiere graduación de rangos y órdenes de los mejores hombres con los cuales el rey puede compartir su poder y gloria, y administrar las leyes del reino. Estas leyes deberían ser en conformidad con las disposiciones y espíritu de la constitución; la que define los principios, y crea y combina los elementos del Estado. Ahora bien, es digno de destacar que los súbditos de un reino no poseen el reino. Ellos son simplemente los habitantes del territorio, a los cuales se les defiende de agresiones externas y se les protege como civiles por medio del poder y las leyes del Estado. Los poseedores del reino son el rey y aquellos con los cuales él se complace en compartir su autoridad. Ésta es una distinción importante y no se debe olvidar al estudiar “los elementos del reino de Dios”. Los súbditos del reino y del imperio son una clase totalmente diferente de los herederos, o poseedores, del dominio. Entonces, en este breve panorama acerca de la naturaleza y constitución de un reino, se puede establecer que sus elementos consisten en: 1. Un territorio; 2. Súbditos; 3. Un rey: 4. Una constitución; 5. Leyes civiles y eclesiásticas; 6. Aristocracia; 7. Atributos, o prerrogativas, derechos, privilegios, etc. Ahora bien, “el reino de Dios y de su Cristo” consistirá en todos estos elementos; y será tan material como institución; una monarquía tan real y terrenal como la de Gran Bretaña. En el presente no es una realidad existente; porque, aunque en otro tiempo existió una constitución, que ha envejecido y desvanecido, sus elementos se han disuelto desde su combinación anterior, y están dispersos. Sin embargo, su restauración es un asunto de promesa, atestiguado por dos elementos inmutables: la promesa y el juramento del Dios viviente. Su reino e imperio en la tierra son una verdad grandiosa, pero no es un hecho existente; son visibles sólo para los ojos de la fe, y su fundador requiere que sean recibidos con “plena seguridad en la esperanza” con regocijo y confianza hasta el final (Heb. 3:6, 14; 4:11; 10:38, 39). Al estudiar los elementos del reino de Dios, los cimientos establecidos en el principio no deben ser olvidados; porque en esa época comenzó su preparación. El sistema del mundo es una adaptación al hombre en su estado caído; y de las cosas así dispuestas está desarrollándose el dominio imperial de Cristo. Por medio de la ley de procreación se ha proveído una población que por la confusión de lenguas ha sido distribuida en naciones, cuyas moradas han sido establecidas por el poder controlador de los Elohim. De este modo se han formado las naciones que están destinadas a prosperar en la gloria de la Edad Futura. Su historia consigna las encarnizadas guerras por las que han tenido que pasar sus generaciones. En su mayor parte, los hombres no ven en ellas nada más que una disputa por territorio y por gloria para el beneficio de sus gobernantes; pero las Escrituras revelan el trabajo de una maquinaria invisible, cuya actividad la percibe el creyente en los incidentes que ocasionan los conflictos entre ellos. Él discierne la levadura oculta en las tres medidas de comida que se desarrolla fermentando la mente de los hombres y fomentando la “enemistad” entre las simientes. Y aunque la disputa es terrible, él no siente consternación, sino que se regocija con firma e inquebrantable confianza en la certeza del triunfo de la verdad y sus elementos conexos.; porque Dios le ha asegurado al creyente en su palabra que el Rey que él ha provisto aplastaré al poder del pecado, y hará que las naciones laman el polvo como una serpiente (Miq. 7:17). Pues bien, esto implica la subyugación de ellas; y es a esta crisis que tienden todas las cosas en el presente. ¿Y qué viene después? Obviamente, la transferencia de lo conquistado al cetro del Rey de Yahvéh, el cual los vence (Apoc. 17:14); como está escrito: “Las islas esperarán su ley” (Isaías 42:4); y “reinará sobre ellos” (Rom. 15:12). Entonces, las naciones son los súbditos del imperio teocrático. Pero la verdad y juicios de Dios caerán sobre ellos, incitando y controlando su actividad, ellos serán moldeados como arcilla en las manos del alfarero para el dominio de los santos en la Era Futura. La esperanza en estas cosas, cuyas semillas fueron sembradas en la constitución del mundo desde el principio, era la esperanza del evangelio, en aquel tiempo en su enunciación más general. Los súbditos y el territorio del imperio, y sus gobernantes, fueron elegidos claramente. La tierra, y la conquistada simiente de la serpiente, obedientes a la victoriosa simiente de la mujer, era el evangelio del reino en su forma más simple. Sin embargo, no se indicó ninguna porción en particular del globo como el territorio de un reino. El Espíritu empezó con puntos generales, pero a medida que el mundo se hacía mayor, los detalles de la promesa se dieron a conocer al ojo de la fe. Pero nunca, desde la fundación del mundo hasta el sellamiento del testimonio de Dios, se prometió semejante reino, o dominio, como aquel en que se creía y se glorificaba en la “sagrada” salmodia de los gentiles. La tierra, y no el cielo, es la única región donde se establecerá. Mostraré esto abundantemente; y de esta manera demostraré que los que cantan semejantes cantinelas como por ejemplo la que va a continuación, cantan lo que nunca fue, ni es, ni jamás será: “Contigo reinaremos, contigo subiremos, Y ganaremos reinos más allá de los cielos”. “Conforme a vuestra fe os sea hecho”. Éste es el primer principio de la religión entregado por el Gran Maestro mismo. Es justo y razonable que sea así. Nadie puede culpar Dios por no otorgarles lo que ellos no creen; y que, por consiguiente, no quieren ni buscan. Ésta es precisamente la posición de la presente generación de religionarios en relación con el reino de Dios. Ellos tienen fe en una clase de reino que él no ha prometido; pero en el reino que él ha prometido, ellos no creen. De ahí que ellos creen en una nulidad, y, al creer en lo que no existe, no obtendrán nada más que confusión mental. Pero nos proponemos mostrarles un camino más excelente; y al hacerlo, pedimos su atención a “LA PROMESA QUE HIZO DIOS A NUESTROS PADRES” “La Esperanza de Israel” Supongo que no hay nadie que lea las Escrituras y no admita que Pablo fue perseguido, encarcelado, azotado, acusado públicamente y esposado por haber predicado el evangelio del reino en el nombre de Jesús. Esto es admitido por todos. No importa, entonces, de qué manera expresa la causa de sus tribulaciones, todo se reducirá a esta declaración, a saber: “Por el evangelio se me pone en tela de juicio, y soy juzgado y atado con estas cadenas”. Pero dejaremos que el apóstol presente su caso con sus propias palabras. Cuando él se presentó ante Ananías, el sumo sacerdote, y el concilio de los judíos, exclamó: “Acerca de la esperanza y de la resurrección de los muertos (nekrwn) se me juzga” (Hechos 23:6). Pero aquí podemos preguntarnos: ‘¿Respecto a qué esperanza era el asunto entre el apóstol y sus perseguidores?’ Él nos dice en su defensa ante Agripa: “Por la esperanza de la promesa que hizo Dios a nuestros padres, soy llamado a juicio, ésta es la promesa que esperan alcanzar nuestras doce tribus, sirviendo fervientemente a Dios de día y de noche. Por esta esperanza, oh rey Agripa, soy acusado por los judíos (Hechos 26:6-7). Pues bien, por esta declaración, parece: 1. Que Dios había hecho cierta promesa a los padres de Israel. 2. Que esta promesa llegó a ser la esperanza de la nación, y, por lo tanto, era un asunto nacional. 3. Que esta promesa, que había sido la esperanza de las doce tribus en todas sus generaciones, era la base de su adoración; y que ellos esperaban alcanzarla por medio de la resurrección de los muertos. Pero tenemos una declaración aún más clara, si es posible, acerca de la identidad de esta esperanza nacional por la cual los apóstoles sufrieron tanto. El Señor Jesús se le había aparecido después de ser acusado ante Ananías, y le dijo: “Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma”. Cuando llegó a esta ciudad, llamó a los principales judíos y les dijo que él no tenía de qué acusar a su nación; pero que los había llamado para informarles en qué consistía el asunto. Entonces les dijo cómo era que ellos lo encuentran atado con grilletes bajo la custodia de un soldado romano: “por LA ESPERANZA DE ISRAEL estoy sujeto con esta cadena” (Hechos 28:26). Esto es concluyente. La esperanza en la promesa hecha a los padres era y, en verdad, es hasta el día de hoy, la Esperanza de Israel; y por predicar esta esperanza e invitar a los gentiles a que participaran en ella, sin otra circuncisión que la del corazón, fue denunciado como una plaga que no merecía vivir (Hechos 24:5-6; 22:21-22). Pero, ¿qué era la esperanza de Israel? La respuesta a esta pregunta es fácil. Habiendo familiarizado a los principales judíos en Roma con la causa de que él haya apelado a César, ellos le expresaron que les gustaría que él les dijera lo que pensaba del asunto de la esperanza nacional, por la cual tan enérgicamente contendían los nazarenos. Sin embargo, como no era conveniente en ese momento, ellos designaron una fecha futura cuando lo visitarían para oír lo que él tenía que decir sobre el asunto. Por consiguiente, en la fecha concordada, fueron al alojamiento de Pablo y él procedió a expresarles lo que pensaba sobre el asunto de la esperanza de Israel. Pero lo mejor que puedo hacer es decir lo que él hizo recurriendo a las palabras de Lucas, quien dijo que Pablo “les declaraba y testificaba el reino de Dios, persuadiéndolos acerca de Jesús, tanto por la ley de Moisés como por los profetas, desde la mañana hasta la noche” (Hechos 28:23). Pues bien, ¿quién podría ser tan falto de visión para no percibir que la temática de la esperanza de Israel es el reino de Dios? Y obsérvese que al exponer sus pensamientos acerca de la esperanza nacional, la persuasión del apóstol giró sobre cosas referentes a Jesús. El reino de Dios y Jesús eran los temas del testimonio de Pablo, cuando predicaba “la esperanza de Israel”, o, “la esperanza de la promesa que hizo Dios a los padres”. Habiendo empezado su testimonio con los principales judíos, algunos de los cuales lo recibieron, él continuó publicándolo durante dos años a todos los que lo visitaban en la casa que había arrendado, “predicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor Jesucristo con toda libertad y sin impedimento” (Hechos 28:30-31). De esta manera, dio testimonio de Jesús en Roma como lo había hecho anteriormente en Jerusalén. Pero, uno podría preguntarse, si la esperanza que predicaba el apóstol y la esperanza de las doce tribus eran la misma esperanza, ¿por qué lo perseguían los judíos? La respuesta es porque Pablo y el resto de los apóstoles testificaban que Jesús al cual ellos habían crucificado era el rey que Dios había ungido para que fuera el Juez de Israel en el reino de Dios, del cual ellos eran los ciudadanos naturales. Ellos habían sido constituidos “un reino de sacerdotes y un pueblo santo” por el pacto del Sinaí, y en esa ocasión habían aceptado a Yahvéh como su rey. Por lo tanto, ellos eran el reino de Dios. En épocas pasadas, ellos habían exigido un rey que pudiera entrar y salir delante de ellos... Él les dio a David; y prometió levantar de entre sus descendientes, que duermen en la tumba, un rey que sería inmortal y reinaría sobre ellos para siempre conforme a las disposiciones de una nueva constitución. Pues bien, los apóstoles testificaron que Dios había levantado a Jesús de entre los muertos precisamente para este propósito; y los había enviado primeramente a los judíos para informarles que si deseaban reinar como príncipes sobre Israel, no era suficiente que fueran descendientes naturales innatos de Abraham, sino que debían reconocer a Jesús como Rey de Israel, y caminar en los pasos de la fe de Abraham. Ellos testificaron además que si no lo reconocían como su rey, ya que el reino e imperio de Dios requeriría reyes y sacerdotes para administrar sus asuntos, ellos se volverían a los gentiles y los invitarían a aceptar el honor y la gloria del reino bajo condiciones de perfecta igualdad con Israel; porque así les había mandado que hicieran. Esto mortificó muchísimo a los judíos. Ellos despreciaban a Jesús por su pobreza y la muerte ignominiosa que tuvo. En opinión de ellos, un rey sufriente y crucificado era una deshonra para la nación; y ser puesto a un nivel con los gentiles, a quienes ellos consideraban como “perros”, los llenaba de indignación y rabia contra los predicadores de tan perniciosa herejías. Pero la misión apostólica era resistir la furia de los judíos con “el testimonio de Dios”; y establecer su predicación con por lo que está escrito en la ley de Moisés y en los profetas, y por lo que ellos habían visto y oído, lo cual estaba atestiguado por el poder de Dios manifestado en los milagros que ellos realizaban. Entonces hemos llegado a una gran verdad, o sea, que “la esperanza del evangelio” que predicaron los apóstoles primeramente a los judíos, y después a los griegos, era “la esperanza de Israel”; que el tema de ella era el reino de Dios y Silo; y que de esto trataba la promesa que fue hecha a los padres. Ahora nos corresponde examinar esta promesa a fin de que podamos llegar a entenderla bien; porque sus disposiciones son los elementos del reino; y desconocerlas es carecer de entendimiento, y por lo tanto, sin fe en el evangelio de Cristo. El apóstol Pablo, que será nuestro intérprete, nos dice que la promesa, en lo cual consiste la “única esperanza”, fue hecha a “los padres”. Ésta es una frase que a veces se refiere a los predecesores de la generación de los días de los apóstoles, los cuales eran contemporáneos con los profetas (Heb. 1:1); y en otras ocasiones se refiere a los padres Abraham, Isaac, y Jacob (Éx. 4:5). Es en este segundo sentido que el apóstol usa la frase en conexión con “las promesas”; porque hablando de Abraham. Isaac, y Jacob, él dice: “En la fe murieron todos éstos sin haber recibido las cosas prometidas”; es decir, lo que estaba contenido en la promesa; y después agrega “una nube de testigos” que vivieron en posteriores generaciones, y los cuales ilustraron su fe en la promesa que fue hecha a los padres, él concluye diciendo: “Y todos éstos, aunque aprobados por el testimonio de la fe, no llegaron a ver el cumplimiento de la promesa, proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que ellos no fuesen perfeccionados sin nosotros” (Heb. 11:13, 39, 40), por medio de una resurrección de entre los muertos para heredar el reino. Ellos deben levantarse del polvo antes de que puedan recibir la promesa. Ahora son imperfectos, hallándose en ruinas. Pero cuando sean reconstituidos por el Espíritu de Dios emerjan como hombres gloriosos, incorruptibles y poderosos, “igual a los Elohim”, habrán sido “perfeccionados” y dejados aptos para el reino de Dios. Pero no han de ser así perfeccionados hasta que todos los creyentes de la promesa sean resucitados; porque todos los fieles de todas las generaciones anteriores sean perfeccionados juntos. El estudio de las promesas sin estar conectadas al estudio de los padres es imposible. Aquellos que desconocen las biografías de Abraham, Isaac y Jacob deben desconocer el evangelio; porque estos patriarcas fueron los depositarios de las promesas (Heb. 11:17) que constituyen la esperanza del evangelio; y de ellos, a Abraham se le designa especialmente como el que tenía las promesas (Heb. 7:6) -- ton econta taV epaggeliaV. Es por esta razón que un hombre debe llegar a ser de la simiente de Abraham por adopción por medio de Jesucristo. A menos que sea un hijo de Abraham por medio de una fe semejante y disposición a él, ni judíos ni gentiles pueden formar parte de la herencia de Abraham. Sólo la familia espiritual de Abraham puede compartir con él las promesas que él posee. Dios lo ha hecho el padre espiritual del género humano; y del Señor Jesús, el hermano mayor de la familia. Por lo tanto, si un hombre llega a ser un hermano de Jesús, al mismo tiempo se convierte en un hijo de Abraham, porque Jesús es la simiente de Abraham y pertenecía al linaje de Isaac, cuando Abraham ofreció a su único hijo y volvió a recibirlo de entre los muertos, figuradamente hablando. Si el lector entiende esta materia, comprenderá plenamente el significado de las palabras del apóstol de que los creyentes “todos sois hijos de Dios (siendo de Abraham) por la fe en Cristo Jesús. Pues todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos… Y si vosotros sois de Cristo, CIERTAMENTE de la simiente de Abraham sois, y HEREDEROS conforme a la promesa” (Gál. 3:26:29). Después de lo que se ha expuesto, creo que no se necesita decir nada más acerca de la importancia de del tema que estamos tratando. Por lo tanto, ahora procederé a una ilustración más específico de las alegres nuevas del reino por medio de una exposición de LA PROMESA QUE SE HIZO A ABRAHAM Los descendientes de Noé estaban empezando a seguir los pasos de los antediluvianos. Se volvieron ambiciosos por hacerse “un nombre”, sin tener en cuenta el nombre del Señor. Así, su camino era insensatez; sin embargo, su posteridad aprobó esa conducta. La idolatría estaba empezando a prevalecer, y procedieron a construir una ciudad, y una torre cuyo techo llegaría al cielo, en honor al dios de ellos. Pero el Señor descendió y puso fin a su empresa confundiendo su lenguaje y esparciéndolos sobre la faz de toda la tierra. Noé había vivido 292 años después del diluvio, cuando le habían nacido tres hijos a Taré, un descendiente de Sem, y Taré tenía 70 años de edad. Sem era un adorador del verdadero Dios, al cual Noé llamó “el Dios de Sem” (Gén. 9:26). Sin embargo, parece que Taré se había apartado de la sencillez de la verdad y probablemente se había adherido al insensato plan de hacer “un nombre” para los hijos de los hombres en la tierra de Sinar. Pero al ser interrumpida la construcción, es probable que él haya emigrado de Babel, que era el nombre de la ciudad que estaban construyendo, en dirección hacia el sur. Sea como fuere, lo encontramos en Caldea en un lugar llamado Ur (Gén. 11:28). En este lugar, al este de “el gran río Éufrates”, Abram, Nacor y Harán le nacieron a Taré. Vivieron allí muchos años, sirviendo a los dioses de Sinar. La idolatría de la familia de Taré queda de manifiesto por el testimonio de Dios mismo, quien dijo de Israel: “Vuestros padres habitaron antiguamente al otro lado del río (Éufrates), a saber, Taré, padre de Abraham y de Nacor, y servían a otros dioses”. Cuando Josué informó de esto al pueblo, les advirtió, diciendo: “Quitad de en medio de vosotros los dioses a los cuales sirvieron vuestros padres al otro lado del río y en Egipto, y servid a Yahvéh. Y si mal os parece servir a Yahvéh, escogeos hoy a quien sirváis; si a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres, cuando estuvieron al otro lado del río, o a los dioses de los amorreos en cuya tierra habitáis; pero yo y mi casa serviremos a Yahvéh… Y el pueblo dijo a Josué: A Yahvéh nuestro Dios serviremos, y su voz obedeceremos” (Josué 24:2, 14, 15, 24). Cuando la familia de Taré habitó en Ur de los caldeos, el Señor se les apareció, y dijo a Abram: “Vete de tu tierra, y de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (Gén. 12:11). Este mandato los hizo salir de Ur y viajar hacia la tierra de Canaán, y en su camino hacia allá, llegaron a Harán y habitaron allí (Gén. 11:31). De este modo, Taré, Abram, Sarai, y Lot obedecieron la voz del Señor y se separaron de los idólatras del distrito caldeo de Mesopotamia. Permanecieron en Harán hasta que el Señor se apareció de nuevo a Abram. En esta ocasión, el Señor vino para mostrarle la tierra adonde había de ir; pero no la nombró inmediatamente. Él se apareció sólo para decirle que viajara hacia el oeste hasta que él se le manifestara de nuevo; porque está escrito que Abram fue en esa dirección, “sin saber adónde iba”. En esta entrevista en Harán, el Señor le dijo a Abram: “Haré de ti UNA NACIÓN GRANDE, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre y serás una bendición. Y bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Gén. 12:2, 3). Aludiendo a esta promesa, el apóstol dice que al hacerla, “se predicó el evangelio a Abraham”, las buenas nuevas de gloria a las naciones, cuando Abraham y sus descendientes sean grandes y de renombre en toda la tierra. Abraham creyó en este evangelio que promisoriamente le fue anunciado por el Señor Dios. Y su fe no fue ineficaz. Fue una fe viva y activa; una fe por la cual obtuvo aprobación. Por la influencia de esa fe que abarca las cosas que se esperaban, se testifica que Abraham, “cuando fue llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como heredad; y salió sin saber a dónde iba… porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Heb. 11:8, 10). Él le volvió la espalda a Babel, y con Sarai y su sobrino Lot, y todas sus bienes, dejó la casa de su padre, cruzó el Éufrates y el Jordán, y entró en la tierra de Canaán, y continuó viajando hasta que llegó a Siquem, en el valle de More. Habiendo llegado hasta ese lejano punto del país, el Señor se le apareció de nuevo a Abram para darle a conocer que estaba en la tierra que él quería mostrarle; y añadió esta notable promesa, diciendo: “A tu simiente daré esta tierra” (Gén. 12:7). Detengámonos aquí en la biografía de Abram, y consideremos esta promesa. Éste era un país que se hallaba entre el Éufrates y el Mediterráneo, en el cual estaba Abram y toda su casa con sus rebaños y manadas, y que era posesión de tribus guerreras que vivían en ciudades amuralladas hasta el cielo. Respecto a este país, el Señor, a quien pertenece el cielo y la tierra, dijo a Abram: Lo daré a tu simiente, cuando él todavía no tenía hijo. Pero es particularmente interesante saber quién es la simiente de Abram que se menciona en esta promesa. ¿Es la “nación grande” de la cual se habla en la promesa anterior? ¿O es algún personaje en particular a quien se le promete aquí la tierra de Canaán como herencia? Yo no ofreceré ninguna opinión sobre este tema, sino que dejaré que el apóstol de los gentiles responda la pregunta. Al escribir a los discípulos en Galacia acerca de la herencia, dice: “A Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablara de muchas, sino como de una: Y a tu simiente, la cual es Cristo” (Gál. 3:16). Aquí el apóstol nos dice que la tierra de Canaán fue prometida a Cristo, cuando Dios dijo a Abram: “A tu simiente daré esta tierra”. Entonces, que el lector tenga presente esto como uno de los primeros principios del evangelio del reino. Niéguese esto, y se produce un término a todo entendimiento de la verdad. Habiendo construido un altar en Siquem para conmemorar la promesa del Señor referente a la herencia para su simiente, y después de permanecer allí por algún tiempo, se fue a un monte entre Betel y Hai donde construyó otro altar e invocó el nombre del Señor. Después de esto reanudó su viaje continuando en dirección hacia el sur. Habiendo sido impulsado hacia Egipto debido al hambre que había en la tierra de Canaán, permaneció allí por algún tiempo, y adquirió mucha riqueza. Después de que esto disminuyó, él salió de Egipto y regresó al lugar entre Betel y Hai donde invocó el nombre del Señor. Poco después de esto, Lot se separó de Abram, y fue y habitó entre las ciudades del valle, que en el presente yacen sumergidas en el mar Muerto. Después de esta separación, el Señor se le apareció de nuevo, y dijo: “Alza ahora tus ojos y mira desde el lugar donde estás hacia el norte y hacia el sur, y hacia el oriente y hacia el occidente; porque toda la tierra que ves te la daré a TI y a tu simiente PARA SIEMPRE. Y haré a tu simiente (plural aquí) como el polvo de la tierra. Si alguno puede contar el polvo de la tierra, también tu simiente será contada. Levántate, ve por la tierra a lo largo y a lo ancho de ella, porque a ti te la daré” (Gén. 13:14-17). Ésta era una ampliación de la promesa dada en Harán y en Siquem. En el lugar anterior, la promesa de bendición que había de venir sobre él y las naciones, y en la cual su simiente, en el sentido de multitud, llegaría a ser grande, se dio en términos generales; en el segundo lugar, se prometió que de él descendería el Cristo para heredar la tierra de Canaán; pero en estas promesas no se dijo nada acerca de lo que iba a tener Abram, ni por cuánto tiempo el Cristo poseería el país. Sin embargo, en la promesa ampliada cerca de Betel fueron suministradas esta información que faltaba. A Abram se le informó que tanto él como Cristo heredarían el país; y que lo poseerían “para siempre”. Habiendo recibido esta confirmación, sacó su tienda de Betel, y fue y la instaló cerca de Hebrón en el valle de Mamre, y allí edificó un altar al Señor. Cuando Abram había residido casi diez años en la tierra de Canaán, el país entero estaba en armas al oriente del Jordán, y al norte y sur del campamento de Abram. Había estallado una rebelión contra Quedorlaomer, rey de Elam, que parece que era el principal potentado de esos días. Durante la guerra, Sodoma fue atacada y tomada; y Lot y todos sus bienes fueron llevados con el botín de la ciudad, porque él vivía allí. Habiendo sido Abram informado de esto, rápidamente reunió una compañía de trescientos dieciocho sirvientes y emprendió la persecución de los saqueadores a los cuales derrotó y persiguió hasta Hoba, al occidente de Damasco. Recuperó todos los bienes y regresó al sur, considerablemente preocupado, sin duda a causa de los peligros de esa época. En esta crisis, la palabra del Señor vino a Abram en una visión, y lo consoló dándole ánimo diciéndole: “No temas, Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobremanera grande”. Abram ya tenía ochenta y cinco años de edad, y no tenía hijo. ¿Cómo podría, entonces, cumplirse la promesa que hizo Dios en Harán, y que repitió en Siquem y Betel en vista de que Abram no tenía hijo? E incluso ya era un anciano y había decidido hacer su heredero a Eliezer de Damasco; ¿cómo podría entonces cumplirse, por medio de él, el galardón grande, eminentemente grande? Animado por estas consideraciones, pero de ninguna manera por desconfianza en Dios, dijo Abram: “Señor Dios, ¿qué me darás, dado que ando sin hijo, y el heredero de mi casa es el damasceno Eliezer?... Mira que no me has dado simiente, y he aquí que es mi heredero uno nacido en mi casa”. Pero “la palabra del Señor vino a él, diciendo: No te heredará éste [Eliezer], sino uno que saldrá de tus entrañas será el que te herede”. El mensajero del Señor, que trajo esta palabra a Abram, lo sacó de su tienda y dirigiéndole su atención a los cielos, diciendo: “Cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: “Así será tu simiente”. Éste era un extraordinario plan para la fe de un anciano de más de ochenta años con una esposa de setenta y cinco años de edad. Pero se testifica de él que “él creyó en esperanza contra esperanza, para llegar a ser padre de muchas naciones, conforme a lo que se le había dicho: Así será tu simiente. Y no se debilitó en la fe ni consideró su cuerpo, ya como muerto siendo de casi cien años), ni muerta la matriz de Sara; tampoco duró de la promesa de Dios con incredulidad; antes bien, se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que Dios también era poderoso para hacer todo lo que había prometido” (Rom.4:18-21). Tal era la clase de fe de Abram; su forma de pensar en las cosas que se le comunicó en la palabra del Señor; y su disposición en relación con ellas. Tan complacido estaba Dios con él que “se le contó por justicia”. Habiendo buscado Abram primeramente el reino de Dios al dejar la casa de su padre para “buscar la ciudad… cuyo arquitecto y constructor es Dios”, había llegado ahora a ser el receptor de la justicia de Dios por la fe; de modo que ahora el Señor estaba preparado para añadirle otras cosas (Mateo 6:33). Dios le recordó el propósito por el cual él lo había traído a la tierra de Canaán, diciendo: Yo soy el Señor, que te saqué de Ur de los caldeos, para darte a heredar esta tierra”. Abram había permanecido en el país diez años. Él se había familiariza bien con la tierra, y percibía que era una herencia noble y deseable. Por lo tanto, cuando el ángel se refirió a la promesa del Señor. Abraham pidió una señal, diciendo: “Señor Dios, ¿En qué conoceré que la he de heredar? En respuesta a esto, se le ordenó que tomara “una becerra de tres años, y una cabra de tres años, y un carnero de tres años, una tórtola también y un pichón”. Habiéndolos matado, “los partió por la mitad y puso cada mitad enfrente de la otra; mas no partió las aves”. Este sacrificio era representativo de las cualidades del Cristo, cuya confirmación estaba a punto de efectuarse, como un testimonio de la posesión de Abram y de su simiente de la tierra en la plenitud de los tiempos después de haberse hecho los arreglos. Desde el tiempo del sacrificio hasta la puesta de sol, Abram se dedicaba a vigilar los restos para mantener alejadas a las aves de presa. Es probable que el sacrificio quedaba expuesto durante tres horas; en todo caso, “al atardecer” (Mateo 27:46; Marcos 15:42), y el sol se estaba poniendo, Abram cayó en un estado de muerte figurada, por medio de un profundo sueño y el horror de una espesa oscuridad que vino sobre él. Ésta es una característica muy extraordinaria en el caso que estamos estudiando. Abram había construido altares y anteriormente había invocado el nombre del Señor; pero no había circunstancias concomitantes como éstas. Sin embargo, aquí él está vigilando hasta el atardecer las víctimas sacrificadas que se hallaban expuestas; y entonces se queda sin fuerzas en similitud de la muerte y de una intensa oscuridad del sepulcro. Mientras se hallaba en este estado, el Señor reveló a Abram lo que acontecería a sus descendientes en los siguientes cuatrocientos años; el juicio de la nación que los oprimiría; su subsiguiente éxodo de la servidumbre con gran riqueza; su propia pacífica muerte a una avanzada edad; y el regreso de sus descendientes de vuelta a la tierra de Canaán. Las siguientes son las palabras del testimonio: “Ten por cierto que tu simiente será peregrina en tierra ajena, y servirá a los de allí y será por ellos afligida durante cuatrocientos años. Mas también a la nación a la cual servirán, juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza. Y tú vendrás a tus padres en paz; y serás sepultado en buena vejez. Y en la cuarta generación volverán acá, porque aún no habrá llegado al colmo la maldad del amorreo”. Supongo que difícilmente el lector necesita ser informado de que todo esto se cumplió literalmente. Jacob y su familia, compuesta por setenta personas, migraron a Egipto doscientos cinco años después de que se hizo la revelación a Abram. Cuando surgió un rey en Egipto que no conocía a José, el salvador del país dirigido por Dios, los israelitas fueron gravosamente oprimidos hasta el término de cuatrocientos años a partir del profundo sueño de Abram. Después de esto, se cumplieron cuatrocientos años, incluso treinta años después, habiendo Dios juzgado a los egipcios, ellos se fueron del país con muchos bienes; y en la cuarta generación volvieron a entrar en la tierra de Canaán, como lo había dicho Dios. La iniquidad de los amorreos ya había llegado al colmo; e Israel, bajo el mando de Josué, se convirtió en los ejecutores de la venganza divina contra ellos. Pero Dios había dicho a Abram: “Y te daré A TI… toda la tierra de Canaán en heredad perpetua” (Gén. 17:8). Y en respuesta a la pregunta “¿En qué conoceré que la he de heredad?” ¡le dijo que debería morir y ser sepultado en buena vejez! Pues bien, la promesa a Abram está basada en la veracidad de Dios. Si intentamos interpretarla según la historia del pasado, somos llevados a la conclusión de que la promesa a Abram ha fracasado. Esteban alude a este aparente fracaso de la promesa que se hizo a Abram en su discurso ante el Sanedrín con estas palabras: [Dios] “le dijo: Ven a la tierra que yo te mostraré… Dios le trajo a esta tierra, en la cual vosotros habitáis ahora. Y no le dio herencia en ella, ni aun para asentar un pie, PERO le prometió que se la daría en posesión a él y a su simiente [en singular, a una persona llamada la simiente] después de él, aunque no tenía hijo todavía” (Hechos 7:5). ¿Qué diremos entonces? ¿Nos atreveremos a decir que Dios le mintió a Abram, o que quiso decir algo diferente a lo que prometió? Lejos está en el escritor o en el lector insultar a Dios por semejante insinuación; sino más bien digamos con el apóstol en referencia a este incidente en particular, que “Dios no puede mentir”; que al prometer a Abram una posesión perpetua de la Tierra de Canaán; y, no obstante, declarando después que él habría de morir y ser sepultado, y su posteridad sería oprimida por cuatrocientos años—“le prometió” a él una resurrección a “vida eterna” antes del cumplimiento de los tiempos (Tito 1:2). Si Abram estaba sentenciado a morir, ¿cómo podría cumplirse la promesa de Dios referente a la tierra, a menos que fuera resucitado de entre los muertos? Y si él ha de poseerla para siempre, cuando sea resucitado, también debe ser hecho incorruptible e inmortal para que él pueda poseerla a perpetuidad. Entonces, la promesa de vida eterna consiste en prometerles a un hombre mortal y a su hijo la posesión de un país terrestre para siempre; y esta promesa a los dos se convierte en una promesa para todos los que crean en ella, y se constituyen en uno solo en ellos. Abram entendió esto, y también lo entienden todos los que llegan a ser de la simiente de Abraham por medio de Jesús como el Cristo, referente al cual se hizo la promesa. El apóstol dice que él [Abraham] vio de lejos su cumplimiento, pero estaba convencido de ellas y las abrazó, y confesó que él era un extranjero y peregrino en ese territorio. Y al decir tales cosas, claramente declaró que estaba buscando una patria. Y ciertamente, si se hubiese acordado de la Caldea de Mesopotamia de donde había emigrado, habría vuelto si así lo hubiera deseado. Pero no; él deseaba una patria mejor que la que estaba al otro lado del Éufrates, es decir, la tierra de Canaán, regida por una constitución celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de que se le llame Dios de Abraham, Isaac, y Jacob, y Dios de todos aquellos cuya fe sea semejante a la de ellos en palabra y espíritu, porque les había preparado una ciudad (Heb. 11:8-16). Esta manera de enseñar la doctrina de una resurrección, o sea, prometiendo o declarando algo que la necesita, no es exclusivo para el caso que estamos tratando. Hay otros casos; sin embargo, uno será suficiente por ahora. Me refiero a la disputa entre Jesús y los saduceos. Éstos, que admitían como autoridad únicamente los escritos de Moisés, negaban la resurrección de los muertos. Por lo tanto, para probarla a satisfacción de ellos, era necesario demostrarlo por el testimonio de Moisés. Jesús se propuso hacer esto. Primero, declaró la siguiente proposición: Moisés indicó que los muertos resucitan. Entonces dirigió la atención de ellos al pasaje donde Moisés enseña esta resurrección (Éx. 3:6). Allí está escrito: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. Pero, dirá alguno: ‘Aquí no veo que se diga nada acerca de la resurrección’. Tampoco lo vieron los saduceos. Pero el objetor continúa, diciendo: ‘No, ni tampoco acerca de los muertos’; porque Abraham, Isaac y Jacob no están muertos, sino que están vivos en el cielo, donde están Cristo, Lázaro y el ladrón. Todos están vivos; por lo tanto, Dios es el Dios de ellos’. Esto es platonismo muy bueno, pero una lógica muy mala, y una notoria necedad. Cuando Jesús citó el pasaje, fue para probar que “los muertos resucitan”. Por lo tanto, la pregunta es, ¿cómo prueba esto el testimonio de Moisés? De esta manera: Abraham, Isaac y Jacob están muertos; pero “Dios no es Dios de los muertos”, sino que a él se le llama “Dios de ellos”; por lo tanto, a fin de que sea Dios de ellos, éstos deben ser vivificados porque “Dios es Dios de los vivos”; de ahí que al nombrarlo “Dios de Abraham” se está enseñando la resurrección por implicación, porque “para él todos viven” en la era que viene (Lucas 20:27-38). Pero, ¿por qué llamarlo ahora el Dios de estos padres? Por anticipación, porque el apóstol dice: “Dios, el que da vida a los muertos y llama las cosas que no son, como si fuesen” (Rom. 4:17). Es decir, es tan seguro el cumplimiento de la promesa de Dios que él habla de lo que ha de ser como si ya hubiese ocurrido. Él ha prometido resucitar a Abraham, Isaac y Jacob, los cuales, mientras están muertos no tienen existencia; y como él no puede mentir, la restauración de ellos a la existencia es inevitable. Por lo tanto, Dios habla de ellos como si ya hubiesen sido resucitados de entre los muertos, y él “no se avergüenza de llamarse Dios de ellos”. Dios no es Dios de los muertos que no volverán a resucitar. Él es el dios únicamente de aquellos que llegan a ser sus hijos por ser los hijos de la resurrección, y los cuales ya no pueden volver a morir, porque son semejantes a los ángeles (Lucas 20:36). Éste es, pues, el modo en que el Señor Dios en Moisés y los profetas enseña la doctrina de la resurrección; claramente, por cierto, pero de tal manera que se requiere el ejercicio de las facultades de razonamiento de parte de los hombres. Pero volvamos a Hebrón. Después de haber prometido vida eterna a Abram y a Cristo constituyéndolos herederos de la tierra de Canaán para siempre, el Señor procedió a otorgarle una señal a Abram por medio de la cual él podría saber con absoluta certeza que él y su simiente la heredarían. Habiéndose ocultado el sol completamente, lo cual era un uso figurado de la puesta del “Sol de Justicia” bajo el horizonte de la vida, Abram observó “un horno humeante y llama de fuego que pasaba por entre las piezas de ofrenda”. Ésta era una señal que no podía ser malinterpretada. Los animales que él había inmolados, vigilados y defendidos de las aves de presa desde hacía mucho tiempo, eran consumidos por el fuego del cielo. Por medio de esto, supo y recibió la certeza de que él y su simiente, el Cristo, heredarían la tierra para siempre. Pero esto no era todo. En el mismo día, el Señor convirtió su promesa hecha en Siquem, y repetida cerca de Babel, en un pacto con Abram, tal como lo testifica Moisés, diciendo: “A tu simiente he dado esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río grande, el río Éufrates”, habitada por “los ceneos, y los cenezeos, y los cadmoneos, y los heteos, y los ferezeos, y los refaítas, y los amorreos, y los cananeos, y los gergeseos y los jebuseos” (Gén. 15:18-21). Al comentar estas cosas, dijo el apóstol: “El pacto confirmado previamente por Dios para con Cristo, la ley, que fue hecha cuatrocientos treinta años después, no la abroga como para invalidad la promesa. Porque si la herencia (la tierra de Canaán y sus atributos) es por la ley, ya no es por la promesa, sino mediante la promesa, Dios la concedió a Abraham” (Gál. 3:17-18). Para entender esto, debemos saber que había un asunto que agitaba a las congregaciones de Galacia, concretamente, que era necesario que los discípulos provenientes de los gentiles debían circuncidarse y cumplir la ley de Moisés además de creer en el evangelio y ser bautizados, o no podrían tener parte en la herencia pactada con Abraham y Cristo. El apóstol llama judaizantes a éstos que predican “un evangelio diferente”. Fue el principio de esa horrorosa apostasía, cuyo fruto observamos en el sistema eclesiástico de nuestros tiempos. Él contendió enérgicamente contra esta tergiversación de la verdad en todas partes. Los judaizantes sostenían que el derecho a Canaán cuando sea hecho un país celestial bajo el control de Cristo, se derivaba de la ley de Moisés; el apóstol negó esto y mantuvo que la ley no podía dar ninguna autorización a ello. Que eso sólo se podía obtener “por la justicia de la fe”, “porque no por la ley fue dada a Abraham, o a su simiente, la promesa de que sería heredero del mundo, sino por la justicia de la fe. Porque si los que son de la ley son los herederos, vana resulta la fe, y anulada la promesa. Porque la ley produce ira… Por lo tanto, la promesa es por la fe, para que sea por gracia, a fin de que sea firme para toda la simiente, no solamente para la [porción de la simiente] que es de la ley, sino también para la que es de la fe de Abraham, quien es padre de todos nosotros”, tanto de judíos como de gentiles, “delante de Dios, a quien creyó; como está escrito: Te he puesto por padre de muchas naciones” (Rom. 4:13-14, 16-17). Los judaizantes afirmaban que tenían derecho a la herencia porque ellos llevaban el sello del pacto marcado en su carne por la circuncisión; el apóstol, porque creía las mismas cosas que creía Abraham, y era el receptor de la justicia de Dios por medio de la fe de Jesucristo, sin ningún título derivado de la ley de Moisés. Debido a que él descartó del todo a la ley, él anticipa la objeción, a saber, si esto fuera así, “entonces, ¿de qué sirve la ley?”. A esto él replica así: “Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien fue hecha la promesa”. Era “un ayo” [tutor] hasta Cristo; pero cuando los elementos “del nombre de Jesucristo” fueron manifestados por la fe, o, como lo expresa él, “ahora que ha venido la fe”, Israel, “ya no está bajo ayo. Porque todos sois”, tanto judíos como gentiles, “hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gál. 3:19-29). El apóstol pone gran énfasis en que el pacto de la promesa es anterior tanto a la circuncisión como a la ley de Moisés; por consiguiente, Abram no podía derivar su título a Canaán y al mundo de parte de ellos; porque la promesa se dio antes de que él llegara a ser receptor de la justicia que proviene de la fe en ella; y él fue declarado un justo antes de que la promesa fuera convertida en un pacto y confirmada; y esta confirmación se efectuó catorce años antes de la institución de la circuncisión, y 430 años antes de la promulgación de la ley de Moisés. “Porque”, dice el apóstol, “a Abraham le fue contada la fe por justicia cuando pertenecía a los de la incircuncisión”; y entonces él fue constituido en el padre de muchas naciones, y Heredero del Mundo. La promesa, antes de que se convirtiera en un pacto confirmado a Abram, indicaba el país que él había de heredar; pero no especificaba sus fronteras territoriales. Esta deficiencia fue rectificada en la confirmación. Se extendería desde el Éufrates hasta el Nilo, abarcando una región del país de considerable extensión y habitada por las naciones enumeradas en “El Pacto”. Por lo tanto, Abram no podía desconocer en qué dirección, o cuáles eran los límites que tendría su futuro país; porque él había recorrido completamente el territorio a lo largo y a lo ancho. Ahora bien, si se examinara un mapa del área territorial indicada en el pacto, se verá que la parte más ancha es “de mar a mar”, tal como está expresado en la Escritura (Sal. 72:8); es decir, desde el Mediterráneo hasta el Golfo Pérsico; y la mayor longitud es “desde el río hasta los confines de la tierra”; o, desde el Éufrates en su cruce con el golfo, en dirección al norte; y desde el brazo más oriental del Nilo hasta la entrada de Hamat. Pero posteriormente, las fronteras del territorio fueron especificadas con más detalle en el tiempo del cautiverio en Babilonia. En aquel tiempo, las 12 tribus se hallaban todas en el exilio de su tierra, la cual se hallaba una vez más poseída en su totalidad por los gentiles, como ocurre en el presente. Ellas se hallaban impotentes y postradas bajo el dominio del opresor; y sin esperanza de recuperar el país por sus propios medios. Ante esta crisis, el Señor les reveló la extensión en que, tiempos después, ellos volverían a poseer su país. “Estos”, dijo él, “son los límites en que repartiréis la tierra como heredad entre las doces tribus de Israel… Y éste será el límite de la tierra hacia el lado del norte: desde el Mar Grande [el Mediterráneo], camino de Hetlón hasta la entrada de Zedad; Hamat, Berota, Sibraím, que está entre el límite de Damasco y el límite de Hamat; Hazar-haticón, que es el límite de Haurán. Y será el límite del norte desde el mar hasta Hazar-enán en el límite de Damasco al norte, y al límite de Hamat al lado del norte. Y éste es el lado norte de su tierra. (v. 17 - Versión Rey Santiago) [que corre a lo largo del Éufrates]. Al lado del oriente, en medio de Haurán y de Damasco, y de Galaad y de la tierra de Israel, al Jordán; esto mediréis como límite hasta el mar del oriente; éste es el lado oriental. Y al lado del sur, desde Tamar hasta las aguas de las rencillas; desde Cades hacia el arroyo y hasta el Mar Grande: y éste será el lado sur hacia Tamar (Ezeq. 47:19; 48:28). Y al lado del occidente el Mar Grande será el límite [desde el confín occidental del sur] hasta que un hombre venga contra Hamat. Éste es el lado del occidente (v. 20 - Versión Rey Santiago). Repartíos, pues, esta tierra entre vosotros según las tribus de Israel” (Ezeq. 47:13-21). Ahora bien, nunca se debe olvidar en la investigación de los elementos del “reino de Dios”, que los israelitas nunca han poseído el país según se define en este estudio desde que les fue revelado por el profeta. Las doce tribus ni siquiera han ocupado la totalidad de la tierra; y aquellos que han vivido allí después del regreso desde Babilonia hasta el derrocamiento a manos de los romanos, apenas ocuparon una parte muy pequeña de ella, mientras que los reinos de los gentiles dominaban todo el resto. Pues bien, o Dios es un mentiroso, como lo acusan algunos que niegan la restauración de las doce tribus; o, aún no ha llegado el tiempo al cual él se refiere en la promesa acerca de la tierra de acuerdo a estos límites. Ésta es la única conclusión a la que puede llegar un creyente en el evangelio del reino. Todas las teorías que se oponen a ésta, no son más que una perfidia sublime. Si Israel no fuera restaurado, entonces la promesa que se hizo a Abraham habrá fallado. Pero la simiente de Abraham no tiene esta clase de preocupación. Ellos le creen a Dios, quien ha jurado en su nombre que lo que ha prometido él está capacitado, dispuesto y determinado a cumplir. Entonces, aquí hay un noble territorio entre Asiria, Persia, Arabia, el mar Rojo, Egipto y el Mediterráneo; que cuando está poblado por una nación industriosa, gobernado bien y con firmeza, tiene la capacidad para dominar el comercio y la soberanía del Asia y la riqueza de Europa y América. Esa es la tierra que tiene, de acuerdo a un estudio del Gobierno británico, 300.000 millas cuadradas, referente a la cual Dios dijo a Abram: “Te la daré a ti y a tu simiente para siempre”. Pero, dice el apóstol que el pacto, confirmado 430 años antes de que se promulgara la ley se refería especialmente a Cristo. Era el pacto del Padre del cual Cristo era el Mediador. Siendo éste el caso, su muerte era necesaria; porque mientras él estuviese vivo, el pacto no entraría en vigor. Ni Abraham, Isaac, Jacob, ni él mismo, podrían heredar la tierra para siempre, hasta que el pacto fuese ratificado por su muerte. De ahí que su sangre era la “sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada”, para que los que son llamados reciban la remisión de los pecados y obtengan la promesa de la herencia para siempre (Mateo 26:28; Heb. 9:15-17). Entonces, el pacto de la promesa fue confirmado representativamente 430 años antes de la ley; y finalmente consagrado por medio de la muerte del mediador; una vez que se ha cumplido esto, el pacto ya no podía ser invalidado o alterado (Gál. 3:15). Pero cuando vemos a Jesús a la luz de este Pacto Divino, percibimos algunas notorias e importantes deficiencias en sus efectos, si la historia del pasado se ha de tomar como el criterio de su cumplimiento. En el enfoque histórico del pacto, llegamos a la conclusión de que no se ha llevado a cabo en absoluto; y que sus beneficiarios no han recibido nada de la herencia de su Padre. Vean a Abraham. Él no ha recibido nada. Lo mismo se aplica a todos los que creyeron en lo que se esperaba desde sus días hasta el presente. Incluso el Señor Jesús, quien ha sido hecho perfecto, no ha recibido nada de lo que se le asignó en el pacto. “A tu simiente”, dijo Dios, “daré esta tierra” para siempre (Gén. 12:7; Gén. 13:15). Pues bien, veamos los hechos del caso. “A los suyos vino [Jesús], y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). ¿Qué se ha de entender por esto? ¿Qué significa la frase “los suyos” que se repite dos veces en este texto? Los hechos del caso suministran la respuesta. Jesús vino ‘a sus propios objetivos’ (el reino, o territorio); pero su propio pueblo, los judíos, que eran ‘los hijos del reino’, no lo recibieron, sino que lo rechazaron y lo crucificaron. “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de llegar a ser hijos de Dios”. Pero, ¿por qué la tierra de Canaán, constituía su reino, más que el de Juan el Bautista, o el de cualquier otro judío? Porque a él le fue prometido en el pacto; y porque él era el único heredero sobreviviente al trono de David. Sin embargo, vemos que al igual que su padre Abraham, él nunca poseyó ni siquiera lo suficiente para poner su pie en ella; y tan pobre era que aunque “las zorras tienen guaridas, y las aves el cielo tienen nidos… el Hijo del hombre no tiene donde recostar la cabeza”. Bajo Dios, él estaba agradecido de algunos de los que lo recibieron para el sustento diario. ¿Qué significación agrega esto a la petición de la oración que él enseñó a sus discípulos, que dice: “Padre nuestro que estás en los cielos… Danos hoy el pan nuestro de cada día”. Ellos eran 13 en total, él y los doce, a quienes se les debía proveer cada día; y aunque él podía multiplicar algunos panes y peces para alimentar a miles, sus propias necesidades eran atendidas por contribución. Cuando Jesús fue crucificado, y sepultado, sus enemigos pensaron que sus pretensiones al reino y al trono de David habían terminado. La gente común lo habría tomado y hecho rey, si él lo hubiera permitido, pero los líderes, ya en posesión de la viña, lo odiaban; porque sabían que si él obtenía el reino, ellos serían echados fuera. Por lo tanto, se regocijaron ante su muerte. Pero su gozo pronto se convirtió en consternación, porque Dios lo levantó de entre los muertos. ¿Y con qué propósito? En las palabras del apóstol, Dios levantó a Cristo para que se sentara en el trono de David (Hechos 2:30; Lucas 1:31-33), porque, según las palabras de David, “Los justos heredarán la tierra y vivirán para siempre en ella”, y además, “Espera en Yahvéh y guarda su camino, y él te exaltará para heredar la tierra” (Sal. 37:29, 34). Pero, incluso después de su resurrección, cuando fue hecho tanto Señor como Cristo, aunque “heredero de todo” sometido a él, no recibió ni la tierra ni el cetro; pero ascendió al cielo sin haber recibido nada de lo prometido en el pacto. Dejó atrás de sí la tierra, el reino, Abraham, y todos los profetas. En cuestión de años, el territorio quedó convertido en un desierto, sus ciudades quedaron desoladas, y la mancomunidad hebrea disuelta. Se convirtió en el campo de batalla de cruzados, sarracenos y turcos; y hasta el día de hoy [1849, fecha en que se publicó este libro] el territorio ha estado sometido al peor de los paganos. Treinta y nueve siglos han transcurrido desde que Dios confirmó su promesa de la tierra a Cristo, quien ha estado esperando a la diestra de Dios su cumplimiento por 1.800 años. ¿Es que Jesús nunca va a poseer la tierra de mar a mar, y desde los ríos hasta sus confines? ¿Han de perpetuar los turcos, los árabes y una multitud diversificada de papistas, griegos y campesinos árabes su reproche para siempre? ¿O se ha de establecer allí una dominación gentil para señorear sobre Asia? ¿Dónde se ha de encontrar un creyente en el evangelio del reino que lo afirme? Millones de “cristianos profesantes” imaginan algo así; pero son infieles e insultan a Dios; no son creyentes en los “pactos de la promesa”. Afirmar cualquier otro destino para Palestina y Siria que no sea el declarado en la promesa es, en efecto, decir que Dios ha hablado falsamente. Pero, sobre la base de que “él no puede mentir”, ¿qué necesita la naturaleza del caso a fin de cumplir la promesa hecha a Abraham y a Cristo? Ésta es la respuesta, y nótelo bien el lector: Para cumplir con las exigencias del pacto, es indispensable que Jesús regrese a Canaán, y que levante a Abraham de entre los muertos. La razón y la escritura concuerdan en esto. De ahí que el segundo advenimiento sea tan necesario como el primero. La manifestación en la carne de pecado era necesaria para la consagración del pacto por medio de la muerte del “Mediador”; y la segunda manifestación en la naturaleza espiritual con poder y gran gloria para su eficaz cumplimiento de todas sus disposiciones. Porque es manifiesto que esto no se puede hacer excepto que lo haga Uno que es todopoderoso. Abraham, Isaac, Jacob y todos los que pertenecen a ellos constitucionalmente, son los beneficiarios. Las cosas que se les prometió son la vida eterna, la tierra de Canaán, y “una ciudad”, o estado, “cuyo arquitecto y constructor es Dios”. De ahí que el Mediador debe poder formarlos del polvo y darles vida para siempre. Debe ser poderoso en la batalla; porque tendrá que expulsar a mahometanos, católicos y otros bárbaros del territorio y restaurar el reino de David “como en los días pasados”. El cumplimiento de éstas y muchas otras cosas que se han de desarrollar más adelante hacen del futuro advenimiento pre-milenial de Cristo una necesidad. No hay cabida para opiniones sobre el tema, porque la opinión implica duda. Es un asunto de absoluta certeza; y su creencia es tan esencial para una participación en el reino de Dios como lo es la fe en la muerte y resurrección del Señor. Que un hombre niegue el advenimiento de Jesús a Palestina con poder y gloria antes del Milenio, es proclamar a hombres y ángeles su absoluta ignorancia acerca del glorioso evangelio del bendito Dios. Hablar acerca de su venida al final del Milenio para convertir al mundo en una hoguera es ridículo. Restitución y renovación, y no destrucción de la tierra, es el solemne mandato, como ya he mostrado con bastante extensión. ¡Sí, ven Señor Jesús! “Ven pronto”, es el anhelo del verdadero creyente, que, con oído atento, se regocija en la voz del esposo, el cual dice: “He aquí, yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra” (Apoc. 22:12). “Bienaventurado el que vela y cuida sus vestiduras, para que no ande desnudo y vean su vergüenza” (Apoc. 16:15). La prolongada ausencia de Cristo por diez siglos más rompería el corazón de los santos de Dios, los cuales desde hace mucho tiempo han clamado en voz alta, diciendo: “¿Hasta cuándo, oh Señor, santo y verdadero, tardarás en juzgar y vengar nuestra sangre de los que moran en la tierra?”. No, no; el día llegará finalmente cuando él esté a punto de vendimiar los racimos de la tierra, galardonar a sus santos y destruir a los opresores del mundo (Apoc. 11:18; 14: 19-20). Entonces, “los reinos del mundo [vendrán] a ser reinos de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará para siempre jamás”; y el pacto con Abraham referente a Cristo se cumplirá literalmente en todos sus detalles. capítulo 2 (parte 2) volver al índice |