Elpis Israel - Capítulo 3 (continuación)
El reino de Satanás se manifiesta en diversas fases. Cuando la Palabra se incorporó en la carne de pecado, y habitó entre los judíos, el Kosmos lo constituía el mundo romano, el cual en el aquel tiempo estaba basado en las instituciones del paganismo. Después de que éstos fueron reprimidos, el reino del adversario asumió la forma del sistema de Constantino, la que subsiguientemente cambió en occidente al sistema "papal" y protestante; y en oriente asumió la forma mahometana. Sin embargo, estas fases no afectan la naturaleza del reino tal como los cambios de la luna no alteran su substancia. El señor que domina sobre todas ellas, desde los días de Jesús hasta el presente, es el PECADO, el encarnado acusador y adversario de la ley de Dios, y, por lo tanto, llamado “el Diablo y Satanás”. Las palabras ο αρχων significan el príncipe, o uno investido de poder. A toda persona de autoridad se le llama άρχοντες en el Nuevo Testamento, tales como magistrados y principales entre el pueblo. De ahí que el archon de los archons sería el principal magistrado del reino. Ahora bien, el pecado en sus soberanas manifestaciones entre las naciones ejecuta su voluntad y placer por medio de las autoridades civiles y eclesiásticas de un estado. Por consiguiente, lo que decretan emperadores, reyes, "papas" y gobernantes subordinados, son los mandatos del “Príncipe del Mundo”, el cual trabaja en todos éstos para gratificar los deseos de ellos, oprimir al pueblo y “hacer guerra contra los santos” con toda la energía que poseen. Tomados en forma colectiva desde el principal magistrado hasta el último de ellos, se les denomina principados y potestades; los gobernantes mundiales de las tinieblas de esta época; los cuales son las fuerzas de maldad en lugares altos de los reinos (Efesios 6:12). De esta forma el apóstol escribe de los gobernantes del mundo de su época; y por la conducta que ellos manifiestan ante las naciones en todos sus reinos, está claro que el estilo es tan característico de los gobernantes, y de estos tiempos, como lo fue en el primer siglo de la era cristiana. La maldad sólo ha cambiado su forma y modo de ataque contra la verdad. Los gobernantes, temporales y espirituales del mundo, son tan esencialmente hostiles al evangelio del reino como siempre lo han sido. Ellos no podían aceptarlo y al mismo tiempo retener la amistad del mundo. Esto es tan imposible ahora como lo era en el principio. Pero ahora las cosas están tranquilas con respecto al evangelio; no porque el mundo se ha reconciliado con él, sino porque difícilmente se puede encontrar alguno que tenga conocimiento de él, de la fe y del valor lo suficiente para luchar enérgicamente por ello tal como fue entregado originalmente a los santos (Judas 3). En tiempos apostólicos era privilegio de la ecclesia dar a conocer a los gobernantes mundiales “la multiforme sabiduría de Dios” (Efesios 3:10). Esta misión puso a los discípulos de Cristo en contacto con ellos según se relata en los Hechos. Cuando se hallaban en presencia de estos hombres de pecado, en los cuales trabajaba fuertemente la forma de pensar de la carne de pecado, la verdad de de Dios dejaba al descubierto la perversidad de la carne en toda su malignidad. Encarcelaban a los discípulos de Cristo; los amenazaban de muerte; los tentaban con premios, y cuando no podían quitarles su fidelidad a la verdad, los atormentaban con las más crueles torturas que podían inventar. El apóstol llama a éstos los artífices, o asechanzas del acusador (Efesios 6:11); contra lo cual él exhorta a los creyentes a mantenerse firmes, equipándose con toda la armadura de Dios. Habiendo comenzado la guerra, pues, por un ataque a los baluartes del poder, los magistrados, urgidos por los sacerdotes, no se sentían contentos de tomar venganza contra ellos cuando eran llevados a su presencia; pero [los sacerdotes] obtenían decretos imperiales para buscarlos y destruirlos. Ellos hacían esto con destructiva energía y efecto. Calumniaban a los discípulos, acusándolos de las más licenciosas e impías prácticas; y empleaban espías e informantes que se hacían pasar por los hermanos para mezclarse con ellos, buscando una oportunidad para acusarlos ante el juez. A estos adversarios de los cristianos, los cuales eran activados por el mismo espíritu de la carne de pecado, el apóstol denomina vuestro adversario el acusador; y para expresar el feroz espíritu que impulsaba al enemigo, él lo comparaba con un león rugiente que andaba por ahí buscando a quien devorar. “Resistid”, dice él, no luchando contra carne y sangre en un combate personal, sino continuando “firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos se van cumpliendo en vuestros hermanos en todo el mundo” (1 Pedro 5:8, 9). Caminar estando muerto en transgresiones y pecados, es vivir conforme al sistema de este mundo. Así lo dice el apóstol (Efesios 2:1, 2). El sistema del mundo está de acuerdo con la forma de pensar de la carne de pecado, en cualquier modo que pueda manifestarse o expresarse. Si un hombre adopta una de las religiones del reino de Satanás, él aún está “muerto en transgresiones y pecados”, y camina conforme al sistema del mundo. En breve, todo el que carezca de fe en el evangelio del reino, y no obedezca la ley de la fe, está caminando conforme al sistema del mundo. Caminar en pecado es caminar en este sistema. De ahí que el apóstol asemeja el caminar conforme al sistema del mundo a caminar conforme al Príncipe del Poder del Aire, lo cual él explica como “el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia”. El “poder del aire”, o poder aéreo, es el poder político del mundo, el cual está animado e impregnado por el espíritu de desobediencia, el cual es el pecado en la carne, y ya señalado como el Príncipe del Poder del Aire. Éste es aquel príncipe de quien habló Jesús, diciendo: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera” (Juan 12:31); es decir, “juzgado” (Juan 16:11). La llave para esto se sugiere en lo siguiente: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo”. Él dijo esto para ar a entender la clase de muerte que tendría. El juicio del Príncipe del Mundo a manos de Dios se manifestó en la contienda entre Jesús y el poder de Judea, civil y espiritual. “Veneno tienen, como veneno de serpiente” (Salmos 58:4), cuando “la iniquidad de sus perseguidores lo rodeare”. “La batalla es contra él” por una temporada. Ellos le hirieron en el talón (Génesis 3:15). El enemigo aplastó en tierra su vida, y le hizo habitar en tinieblas como los ue han muerto hace tiempo” (Salmos 143:3). Pero ahí terminó el poder serpentino del pecado. Lo había herido de muerte por medio del poder de la ley, la que maldecía a todo el que fuese colgado de un árbol. Siendo Jesús maldecido sobre esta base, Dios “condenó al pecado en la carne” por medio de él (Gálatas 3:13; Romanos 8:3). Así el pecado, el Príncipe del Mundo, fue condenado, y el mundo con él, conforme a su sistema existente. Pero Jesús resucitó llevando cautivos a los que lo habían cautivado, y dando así una seguridad al mundo, de que vendría el tiempo en que la muerte sería abolida, y el pecado, el poder de la muerte, sería destruido. Tomó sobre sí la carne de pecado “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo”, o al pecado en la carne (Hebreos 2:14); porque “para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo”. LAS OBRAS DEL DIABLO (1 Juan 3:8) Está claro en mi mente que el pecado es a lo que se refiere el apóstol con la palabra diablo. El aguijón de la serpiente es su poder de destrucción. El “aguijón de la muerte” es el poder de la muerte; y eso, dice el apóstol en un lugar, “es el pecado”; y en otro, “es el diablo”. No hay dos poderes de la muerte, sino uno solo. De ahí que el diablo y el pecado, aunque palabras diferentes, representan lo mismo. “El pecado tenía el poder de la muerte”, y lo habría conservado, si el hombre, el cual fue obediente hasta la muerte, no hubiera ganado la victoria sobre él. Pero, gracias a Dios, la tierra no ha de ser un osario para siempre; porque aquel que venció al mundo en su propia persona, está destinado de aquí en adelante a “quitar el pecado del mundo” y a “hacer nuevas todas las cosas” (Apoc. 21:5). Entonces toda maldición cesará (Apoc. 22:3), y la muerte será sorbida en victoria; y ya no habrá muerte (Apoc. 21:4). Las obras del diablo, o el maligno, son las obras del pecado. Individualmente, son “las obras de la carne” que se manifiestan en la vida de los pecadores; colectivamente, se encuentran a una escala más grande, según se pueden ver en los regímenes del mundo. Todas las instituciones del reino del adversario son las obras que son el resultado de la forma de pensar de la carne de pecado; aunque felizmente para los santos de Dios, “las autoridades superiores” son controladas por él. No pueden hacer lo que les plazca. Aunque desafiantes de su verdad, y siendo sus enemigos hipócritas y malignos, él se sirve de ellos; y los estrella unos contra otros cuando la enormidad de sus crímenes, que llegan hasta el cielo, exigen su terrible reprimenda. Entre las obras del pecado están las numerosas enfermedades que la transgresión ha traído al mundo. El hebreo, el estilo de cuyo idioma se deriva de la narración mosaica del origen de las cosas, se refería a la enfermedad de pecar bajo los nombres del diablo o Satanás. De ahí que ellos preguntaran: “¿Quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?” Una mujer “encorvada desde hacía dieciocho años por un espíritu de enfermedad”, se decía que “Satanás la había atado”, o el adversario, por todo ese tiempo; y el restablecimiento de su salud se denomina “desatar de esta ligadura” (Lucas 13:10-17). Pablo también escribe en el mismo estilo a los discípulos de Corinto, mandándoles que el hermano incestuoso “sea entregado a Satanás para destrucción de la carne”, es decir, infligirle una enfermedad para que pueda llegar al arrepentimiento, “a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús” (1 Cor. 5:5). De este modo, “siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Cor. 11:32). Esto tuvo el efecto deseado, porque quedó abrumado por la aflicción. Por consiguiente, él exhorta a los hombres espiritualmente dotados del cuerpo (Santiago 5:14) a perdonarlo y consolarlo, o a restablecerle la salud, “para que Satanás no gane ventaja alguna sobre nosotros” al dejar al ofensor reducido a desesperación.; “pues”, dice el apóstol, “no ignoramos sus maquinaciones”, o a aquellos del pecado en la carne” (2 Cor. 2:6-11), lo cual es muy engañoso. Otros de los corintios eran ofensores de otra manera. Eran muy desordenados en la celebración de la Cena del Señor, comiendo y bebiendo condenación para sí mismos. “Por lo cual”, dice él, es decir, porque pecaron de esta manera, “hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen”, o, están muertos. Muchos otros casos podrían aducirse de la Escritura para mostrar la conexión entre el pecado y la enfermedad; pero éstos son suficientes. Si no hubiera mal moral en el mundo, no habría males físicos. El pecado y el castigo son como causa y efecto en el ordenamiento divino de los asuntos del mundo. Dios no se satisface en afligir, sino que es longánimo y bondadoso. Sin embargo, si los hombres van a cometer pecado, deben prepararse para “la paga del pecado”, la cual es enfermedad, hambre, pestilencia, la espada, sufrimiento y muerte. Pero que los justos se regocijen porque el enemigo no siempre triunfará en la tierra. El Hijo de Dios se manifestó para destruirlo así como a todas sus obras, lo cual, por el poder y bendición del Padre, con toda seguridad hará. EL GRAN DRAGÓN “La serpiente antigua, que se llama el Acusador y el Adversario, que engaña a todo el mundo habitable” El mundo habitable, era, en los días de los apóstoles, esa parte de la superficie de la tierra que reconocía el dominio de Roma. Sobre esta plataforma se había construido el imperio más grande que en aquel tiempo conoció el mundo. Por su constitución imperial abarcaba en un solo dominio todos “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida”. Estos deseos encontraron un libre conducto en las autoridades constituidas de la iglesia pagana y del estado. De los horrores perpetrados contra el mundo que yacía bajo ellos debido a su descontrolada sublevación, el lector encontrará un amplio relato en la historia de la Roma pagana. En el progreso y madurez de esta dominación, el pecado reinaba triunfante sobre la raza humana. Sus deseos no tenían restricción alguna, y sólo las propensiones dirigían la política del mundo. El único antagonismo que experimentó el pecado se hallaba establecido en Judea. Allí, como hemos visto, se libró la primera batalla, y la primera victoria ganada al pecado por el Hijo de María. Éstos eran los dos combatientes: el pecado, que actuaba por medio de los hijos de desobediencia; y “la verdad”, en la persona de Jesús. El pecado lo hirió en el talón; pero Dios lo sanó de su herida, y de esta manera lo preparó para la futura contienda, cuando él heriría al pecado en la cabeza. Ahora bien, el pecado sólo podía hacerlo crucificar por medio de las autoridades que se hallaban en el poder; porque como este mundo es una realidad tangible, y no una confusa cúmulo de conjeturas teóricas, el pecado, que se halla en el terreno de lo abstracto, y que “es transgresión de la ley”, debe estar unido a un cuerpo a fin de ser apto para actuar. El pecado personificado atacó a Jesús por medio del poder romano instigado por los principales sacerdotes de Israel. En esta crisis, el pecado entró en un punto crítico y listo para morder a su víctima al grado de causarle la muerte. El acontecimiento estaba ya a punto de suceder, lo cual el Señor Dios había predicho al decirle a la serpiente: “Tú le herirás en el talón” (Génesis 3:15). Nadie sería tan ingenuo para suponer que la serpiente literal haría esto personalmente. Sin embargo, lo haría, en el sentido de que ella sería la causa activa del pecado; la cual, por medio de aquellos que después le obedecerían, infligiría una muerte violenta al hijo de la mujer. De ahí que el poder romano, que dio muerte a Jesús (porque los judíos no tenían autorización para hacerlo), representaba a la serpiente en el hecho. Y, como el pecado había estado actuando en los hijos de desobediencia durante 4.000 años; y manifestándose en los imperios de Nínive, Asiria, Caldea, Persia y Macedonia, cuyo poder fue finalmente absorbido por el Imperio Romano, al cual se le simbolizó como “la serpiente antigua”. Cuando la simiente de la mujer se levantó de entre los muertos, y “llevó cautivos a los que lo habían cautivado”, la guerra contra la serpiente antigua empezó verdaderamente en serio. La manera en que fue dirigida en ambos lados, se puede aprender en los Hechos de los Apóstoles. Por un lado, los bandos eran los judíos y el poder romano, y por el otro lado, los apóstoles y sus hermanos. Estos enemigos eran las dos simientes. Los primeros eran la “simiente de la serpiente”, y los otros eran , por medio de la constitución en Cristo, la “simiente de la mujer”. De ahí que en el Apocalipsis, “la serpiente antigua” (Apoc. 12:3, 9; 21:2) y “la mujer” (Apoc. 12:1, 4, 6, 13, 14-17) llegaron a ser los símbolos por los cuales están representados. Durante 280 años; es decir, desde el día de Pentecostés, 33 d.C., hasta 313 d.C., cuando Constantino se estableció en Roma, la contienda entre el poder pagano y la mujer continuaba con intensa furia. Ella fue calumniada, acusada y torturada sin piedad por la serpiente antigua. De ahí que el Espíritu de Dios la llamó el Acusador o el Adversario. De modo que cuando “fue echada fuera” del gobierno del imperio, “una gran voz en el cielo” se le representa diciendo: “Ahora ha venido la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche” Apoc. 12:10). La historia de este período es una notable ilustración de la “enemistad” (Gen. 3:15) que Dios ha puesto entre la simiente de la serpiente y la simiente de la mujer. En la guerra entre ellos el talón de su simiente fue herido por el poder de la serpiente, tal como había herido el de su gran Capitán: pero gracias a Dios que les da la victoria, el tiempo está a las puertas cuando ellos dejarán a los muertos, y con él herirán a la serpiente en la cabeza en las montañas de Israel (Ezequiel 39:4). No puede haber amistad entre estas partes. Muerte o victoria es la única alternativa. No puede haber paz en el mundo hasta que uno u otro sea suprimido. La “enemistad” es la hostilidad esencial entre el pecado y la ley de Dios, la cual es la verdad. O la verdad debe triunfar sobre el pecado, o el pecado debe abolir a la verdad; pero acuerdo no puede haber. Tengo gran fe en el poder de la verdad, porque tengo fe en Dios. Él se comprometió a darle la victoria; y aunque los engañadores, tanto en la iglesia como en el estado, pueden triunfar por una temporada, y los tiranos pueden “destruir la tierra”, su fin es cierto y su destrucción segura. El dragón es el símbolo orgánico del poder de la serpiente antigua, así como el leopardo de cuatro cabezas y cuatro alas (Daniel 7:6) simbolizaba a la constitución cuatripartita de los macedonios. El dragón aparece en cuatro escenas principales en el Apocalipsis; primero, al quitar de en medio al que obstaculizaba (2 Tes. 2:7); en segundo lugar, en la entrega del poder, trono, y extenso dominio de Occidente a la paralizada Europa monárquica e imperial, en el año 800 d.C. (Apoc. 13:2, 4); en tercer lugar, en la actual crisis de la congregación de “las autoridades superiores” a su último conflicto por el dominio del mundo (Apoc. 16:13); y en cuarto lugar, en la supresión del poder serpiente a manos del Señor Jesús, cuando él la hiere en la cabeza, y lo restringe por 1.000 años (Apoc. 20:2). Como símbolo de la serpiente antigua en su constitución pagana, con Roma como su satánica sede, se le denomina el “gran dragón rojo que tenía siete cabezas y diez cuernos, y en sus cabezas, siete diademas”; pero después de la revolución por la cual fue suprimido el paganismo, el poder serpentino de Roma se denomina simplemente “el dragón”. Alrededor del año 334 d.C., Constantino construyó y dedicó una nueva capital que, mediante un edicto imperial, él llamó la NUEVA ROMA; cuyo nombre, sin embargo, fue después reemplazado por el nombre de Constantinopla. La antigua y la nueva Roma eran ahora las capitales máximas del dominio del dragón; y así perduró hasta que la antigua Roma fue entregada al poder papal imperial de Occidente. La Nueva Roma, o Constantinopla, llegó a ser entonces la única capital del imperio del dragón; y la antigua Roma, la capital de la bestia de siete cabezas y diez cuernos; un acuerdo que continuó por más de mil años; de modo que “adoraron al dragón y adoraron a la bestia” (Apoc. 13:4); es decir, los habitantes del Oriente están sujetos a Constantinopla; y los de Occidente, a Roma. Pero está próximo el tiempo en que el dominio, dividido entre el dragón y la bestia volverán a unirse; y el antiguo territorio romano, con un inmenso dominio adicional, volverán a estar sometidos a un solo soberano. Esto podría ser por la caída de la bestia de dos cuernos (Apoc. 13:11; Daniel 7:11), y la expulsión de los turcos de Constantinopla, la cual llegará a ser entonces el trono del dominio, representado por la imagen de Nabucodonosor que ha de ser destrozado en pedazos en “los últimos días” (Daniel 2:28, 34, 35). Una vez que se ha llevado a cabo el establecimiento de esta soberanía, la imagen se yergue sobre la tierra como el acusador y adversario de Israel, el pueblo de Dios; y hará guerra contra ellos (Daniel 11:41, 45; Ezequiel 38:8-12); y combatirá contra los fieles y contra el Verdadero y sus santos (Apoc. 19:11, 14), tal como lo hizo el poder de la antigua serpiente contra Miguel (Apoc. 12:7), Constantino y sus confederados, durante la primera parte del cuarto siglo. El resultado será el mismo. La victoria estará con Jesús, el Gran Príncipe de Israel (Daniel 12:1), quien romperá en pedazos su poder en las montañas de Israel en la batalla del Armagedón (Apoc. 16:16; Ezequiel 39:4). Este gran adversario de los últimos días es el Autócrata del Norte, por el momento. Ezequiel lo llama Gog (Ezequiel 38:2). En él se juntarán “todos los poderes del enemigo”, es decir, del PECADO, manifestado imperialmente en un dominio, tal como el mundo no ha visto jamás. Debido a esto, se le llama la serpiente antigua; y en vista de que existirá en el antiguo territorio romano, se le denomina el dragón; y por su hostilidad hacia Dios y a su verdad, “se le llama el Diablo y Satanás”. EL HOMBRE DE PECADO “El Hombre de Pecado, el Hijo de Perdición” El dragón, la serpiente antigua, que se llama el Diablo y Satanás, representativo del PECADO en su constitución imperial, según se manifiesta en el pasado, presente y futuro en “el mundo habitable”, o territorio romano; el Hombre de Pecado es esa dinastía “cuya venida fue a semejanza de la energía del Adversario con todo poder, señales y prodigios de falsedad, y con todo el engaño de iniquidad que hay en aquellos que perecen” (2 Tes. 2:9, 10 Traducción de John Thomas). Esto es lo que él fue en su venida, o presencia. Este poder se denomina “el Hombre de Pecado”, no porque se ha de hallar en un solo hombre, sino porque es el pecado preeminentemente personificado en un sistema de hombres. Este sistema, que ocupa un trono, había de ser “manifestado” en una apostasía de la fe apostólica original; pero antes de que se pudiera manifestar su presencia, un cierto obstáculo había de ser “quitado de en medio”. Ningún sistema de hombres, como el que describe el apóstol, podía hacer su aparición en el territorio del dragón romano mientras la constitución del imperio continuara siendo pagana. Este, pues, era el obstáculo que había de ser quitado. Mientras continuaba, los elementos del nuevo poder estaban actuando en la comunidad cristiana; pero imposibilitados de ejercer la autoridad política. A estos elementos se les llama colectivamente “el Misterio de la Iniquidad”, la manifestación pública de lo que se hallaba retenido por un tiempo. Cuando el aspecto “rojo” o pagano del dragón fue cambiado por al aspecto “católico”, debido a las victorias de Constantino, el poder opositor fue quitado; en realidad, el Adversario, o Satanás, ya convertido en un profesor universitario del cristianismo, tomó al “Misterio de Iniquidad” bajo su patrocinio; y como encontró que el paganismo ya no era práctico en la contienda contra la fe apostólica, determinó cambiar su arma y combatirla con la apostasía en el nombre de Cristo. De ahí que lo primero que hizo fue imponer al mundo esta apostasía como su religión. La casó con el estado y la estableció por ley. La Institución Nacional, que es lo que ahora llegó a ser, asumió el carácter de “Madre Iglesia”; y la comunidad de la antigua Roma, con su obispo convertido ahora en el principal magistrado de la ciudad como su cabeza, afirmó que era la madre de todas las iglesias. Habiéndose unido a Satanás, la apostasía llegó a ser el enemigo público de Dios, y el perseguidor de su verdad peor que un perseguidor pagano. Su nombre es católico; y debido a la división del territorio del dragón en Oriente y Occidente, y el gran cisma que se produjo por la adoración de la imagen, se llama católico griego y católico romano. La indivisible apostasía católica en su primer establecimiento está representada en el Apocalipsis por “una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” (Apoc. 12:1). Esta mujer, después de nueve meses de años, o un “tiempo determinado”, y no bien hubo fue vestida con la ropa imperial, “sufría por dar a luz” a su hijo, el cual había sido concebido en ella por el pecado. Como esposa del segundo Adán, la serpiente la había engañado y había corrompido su mente apartándola de la sencillez que está en Cristo. Parte de su cuerpo había abrazado a otro Jesús, a otro Espíritu, y a otro evangelio (2 Cor. 11:2-4), por lo cual eran tan corruptos que estaban preparados para tomar la espada; pronunciarse a favor del primer jefe militar, cuya ambición antipagana de poder supremo lo induciría a abrazar su causa y a convertir el cristianismo en una religión estatal. Este grupo encontró un semipagano adecuado a su propósito en Constantino, llamado “el Grande”. Cuando él se declaró públicamente su campeón, todo el poder de la antigua serpiente juntó fuerza contra él y sus confederados. Lucharon; y la victoria adornó el estandarte de la cruz, convertida ahora en “la marca” de la apostasía. Constantino era el hijo varón del pecado, que empezó ese férreo gobierno que, en nombre del cristianismo, ha empapado el polvo de la tierra con la mejor y más noble sangre de sus habitantes. Se erigió como árbitro de la fe y corrector de herejes; y aunque fingía creer, sin embargo rehusó bautizarse hasta tres días antes de su muerte para que pudiera cometer todos los pecados que le pluguiera cometer antes de ser bautizado para la remisión de pecados; ¡no obstante, los eclesiásticos lo elogian excesivamente como un cristiano destacado y piadoso! Lo que empezó Constantino, sus sucesores en el trono del dragón, con excepción de Juliano, lo perfeccionaron. Por el obispo de la antigua Roma, ellos concebían una especial veneración y consideración; ya que él era más hipócrita y más serpiente que ellos mismos. Ellos lo refuerzan con todo el poder, y lo han reconocido como el supremo pontífice del mundo. Este dios de la tierra, al cual los predecesores paganos no conocieron, ellos “honraron con oro, con plata, con piedras preciosas y con cosas de gran precio”. A un modesto obispo de una oscura sociedad de Roma, ellos reconocieron como u n dios, y aumentaron en gloria (Daniel 11:38, 39); de modo que “por la energía de Satanás con todo poder”, el dominio fundado por el hijo varón de la apostasía maduró; y finalmente pasó a posesión del obispo romano como el Hombre de Pecado plenamente desarrollado. La presencia del Hombre de Pecado en Roma, por más de doce siglos pasados, se puede determinar por la descripción que Pablo hace de él. Si ahí encontramos un sistema de hombres que respondan al carácter registrado contra ellos, podemos saber que el Hombre de Pecado ya ha sido revelado. Él lo describe como uno que “se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios” (2 Tes. 2:4). Esto, en pocas palabras, es una muy adecuada descripción de los "Papas". “Dios” en este pasaje significa un gobernante de la clase que sea; porque en las Escrituras “dios” se aplica a ángeles, magistrados y a la nación entera de Israel; como “Yo dije: Vosotros sois dioses… pero como cualquiera de los príncipes moriréis”; y “póstrense ante él todos los dioses”; lo primero fue dirigido a Israel; lo último, a los ángeles, refiriéndose a Jesús. El “templo del dios” es la Basílica de San Pedro en Roma. Ahora bien, la historia del papado muestra que esta descripción se aplica perfectamente a los "Papas", y tan sólo a ellos. Ellos se han opuesto sistemáticamente, y se enaltecen por sobre todo gobernante, sean emperadores o reyes, y por sobre todo obispo y sacerdote; al grado que se han sentado en la basílica de San Pedro como dioses, exhibiéndose de este modo, porque ellos afirman que son dioses en la tierra. El demonismo personificado de estos blasfemos del nombre de Dios y de su pueblo (Apoc. 13:6, 7; 18:24), y homicidas de sus santos, no puede ser superado por ningún poder que pudiera posiblemente surgir. Ellos son esencialmente el pecado encarnado en forma humana; y, por consiguiente, definitivamente el sistema del Hombre de Pecado; como “la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana” es la “Madre de las Rameras y de las Abominaciones de la Tierra”. Pablo llama a este sistema dinástico el Hombre de Desafuero; y debido a su destino, “el Hijo de Perdición”. En el Apocalipsis, se le representa por la octava cabeza (Apoc. 17:11) de la bestia, la que divide “lo habitable” con el dragón. De esta cabeza, el Espíritu dice: “Va a la perdición”. Es una cabeza, la cual ejercía dominio tanto civil como pontifical sobre Occidente; y cuando se centra en otros símbolos, su dominio asociado lo representa una bestia de dos cuernos (Apoc. 13:11); y una imagen de la sexta cabeza de la bestia de siete cabezas (vs. 14, 15); lo primero simboliza el poder austríaco; y lo segundo, a su aliado, el Hombre de Desafuero. Ambos están condenados a la perdición conjuntamente. Sus actuales intrigas están contribuyendo a encender una llama en Europa, que la convertirá en “el lago de fuego que arde con azufre” (Apoc. 19:20; Daniel 7:25; 2 Tes. 2:8). Ahí serán “lanzados vivos” la bestia y su seudo-profeta, el Hombre de Desafuero. Los dominios que ellos representan serán completamente destruidos por los rayos y truenos de la guerra; y su poder será transferido al dragón, la serpiente antigua, que se llama el Diablo y Satanás, de lo cual ya he hablado en la sección anterior. El atamiento del dragón pondrá término a la lucha que empezó en 1848. Entonces el pecado será encadenado; y toda carne implicada en mantener su poderío, será puesta en vergüenza delante del universo de Dios. |