Elpis Israel - Capítulo 3

               

LA LEY DE DIOS, Y CÓMO ENTRÓ EL PECADO EN EL MUNDO

 

La probación antes de la exaltación, la ley del universo moral de Dios -- La tentación del Señor Jesús provino de Satanás, y la prueba de su fe provino del Padre -- Se explica la tentación -- La presciencia de Dios no necesariamente justifica o condena de antemano -- La serpiente era un animal intelectual, pero carecía de moral y de inspiración -- Engañó a la mujer -- La naturaleza de la transgresión -- Eva tienta a Adán -- La transgresión se consuma en la concepción de Caín -- Definición de una conciencia buena y una conciencia mala --  El hombre no puede cubrir sus propios pecados -- El razonamiento de la serpiente es una ilustración de la mente carnal -- Es metafóricamente la serpiente en la carne -- La verdad de Dios es la única regla en relación con el bien y el mal -- La serpiente en la carne se manifiesta en la iniquidad de las personas; y en las instituciones espirituales y temporales del mundo -- La serpiente o pecado en la carne se identifica con "el inicuo" -- El príncipe del mundo -- El reino de Satanás y el mundo son idénticos -- Las asechanzas del diablo -- Se muestra que el "príncipe" es el pecado, que obra y reina en todos los pecadores -- Cómo fue "arrojado" por Jesús -- "Las obras del diablo" -- "Atada por Satanás"; entregada a Satanás -- El gran dragón -- El diablo y Satanás -- El hombre de pecado.

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      El hombre en el primer estado es un “poco menor que los ángeles”; pero, en el segundo, o superior, estado, él ha de ser “coronado con gloria y honor”; y ocupar su lugar en el universo en base a una igualdad con ellos en naturaleza y fama. El primer estado del hombre es el natural y animal; su segundo, el espiritual, o incorruptible. Para ser enaltecido desde el presente hasta el futuro estado y herencia, él debe ser sometido a prueba. Por los ejemplos consignados en las Escrituras, es evidente que Dios lo ha establecido como la regla de su gracia, es decir, el principio sobre el cual él otorga sus honores y galardones para probar a los hombres antes de enaltecerlos. La probación es, entonces, la indispensable y rigurosa prueba a la cual todo hombre está sujeto en la providencia de Dios antes de ser aceptado como “útil para el Señor” (2 Tim. 2:20, 21). Por estos ejemplos, también, parece que la probación del hombre está hecha para que pueda soportar la prueba de su fe por medio de poner a prueba su obediencia. Una fe que no ha sido puesta a prueba no tiene valor alguno; pero una fe que pasa la prueba es “mucho más preciosa que el oro, el cual perece aunque sea probado con fuego”; porque la prueba soportada será “hallada digna de alabanza, gloria y honra, cuando Jesucristo sea manifestado” (1 Pedro 1:5-7).

 

      Una fe que no ha sido puesta a prueba, es una fe muerta, que se halla sola. La fe que no ha sido probada no tiene potencial para una demostración o evidencia de su existencia. De este modo, está escrito: “Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma. Pero alguno dirá: Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras. Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan. ¿Mas quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras es muerta? ¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras?... Vosotros  veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y NO SOLAMENTE por la fe" (Santiago 2:17-24). “Pero sin fe”, dice Pablo, “es imposible agradar a Dios”; y es también evidente por el testimonio de Santiago recién señalado, que la fe con la cual él se siente complacido es la fe que se manifiesta  por obras; de lo cual Noé, Abraham, Job y Jesús son ejemplos preeminentes.

 

      Ahora bien, esta “preciosa fe” sólo se puede extraer por medio de pruebas; porque la prueba elabora las obras, Éste es el uso de la persecución, o tribulación,  para los creyentes; el cual se ha designado en el sistema divino para refinamiento de ellos. A las “diversas pruebas” a las que los hermanos están expuestos, Pedro las llama “la prueba de vuestra fe”; y Pablo testifica a otros de ellos  que “es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios”. La probación es un proceso purificador. Limpia al hombre de las impurezas, y saca a luz la imagen de Cristo en su carácter; y lo prepara para el enaltecimiento hasta su trono (Apoc. 3:21). Sólo podemos entrar en el reino por medio del fuego (1 Cor. 3:13); pero si alguno es valiente, y “tenemos firme hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza”, emergeremos ilesos, “para presentarnos santos, y sin mancha, e irreprensibles delante de” el Rey (Col. 1:22).

 

      Un hombre no puede “honrar a Dios” más que creer lo que él promete, y hacer lo que él manda; aunque repudiar esa creencia, y descuidar, o desobedecer,  esos mandatos gratifique considerablemente todos sus sentidos, y ponga a sus disposición los reinos del mundo y toda su gloria. No creer las promesas de Dios es, en efecto, tratar a Dios de mentiroso; y ninguna ofensa, incluso a hombres de integridad del mundo, es tan insultante e intolerable como ésta. “Sea Dios veraz”, dice la Escritura. Su veracidad no debe ser puesta en tela de juicio ni en palabra ni en hechos; si se hace semejante acusación, entonces el “juicio sin misericordia” es “el más penoso de los castigos” que aguarda al calumniador. La inquebrantable  obediencia de fe es “la fe perfeccionada por las obras”, puesta a prueba por el fuego. Dios está complacido por esta fe porque lo honra. Es una fe que funciona. Hay vida en ella; y su práctica demuestra que el creyente lo ama. Semejante hombre se deleita en honrar a Dios; y, aunque como Jesús sea por el presente “despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores y experimentado en quebranto”, ciertamente llegará el tiempo en que Dios lo reconocerá en presencia de los Elohim, y aplastará a sus enemigos con confusión de rostro.

 

Entonces, la probación antes de la exaltación es sobre el principio de una fe en las promesas de Dios, hechas preciosas por medio de pruebas soportadas satisfactoriamente. No hay exención de esta terrible experiencia. Incluso Cristo mismo tuvo que pasar por ella. “Por la gracia de Dios [probó] la muerte por todos. Porque convenía [a Dios] que habiendo de llevar a muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos… Pues en cuanto él mismo padeció siendo puesta a prueba, es poderoso para socorrer a los que son puestos a prueba” (Hebreos 2:9-18). Y “aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser el autor de eterna salvación para todos los que le OBEDECEN” (Hebreos 5:8-9). Primero fue moralmente perfecto por lo que padeció, y después  corporalmente al ser “transformado en espíritu” por medio del espíritu de santidad en su resurrección de entre los muertos. Digo, “moralmente perfecto”; porque, aunque era sin transgresión, su perfección de carácter está declarada en su “obediencia hasta la muerte”.

 

La probación del Señor Jesús es un estudio interesante e importante, especialmente aquella parte que se denomina la Tentación de Satanás. Hablando de él como el Sumo Sacerdote de la Nueva Constitución, Pablo dice: “Fue puesto a prueba en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15), es decir, “habiendo socorrido a la descendencia de Abraham”, “estando en la condición de hombre”, de este modo las debilidades de la naturaleza humana fueron colocadas sobre él. Él podía simpatizar con ellos de manera experimental, estando, por los sentimientos despertados dentro de él cuando es tentado, bien familiarizado con todos los puntos débiles de ella. Al examinar la narración de su prueba en el desierto, encontraremos que fue probado en todos los puntos vulnerables de la naturaleza humana. Tan pronto como estuvo lleno del Espíritu (Lucas 4:1) en el bautismo en el Jordán, el Espíritu lo impulsó inmediatamente (Marcos 1:12) hacia el desierto para ser tentado por el diablo (Mateo 4:1). Esto fue muy notable. El Espíritu lo llevó hasta allí para que fuera puesto a prueba; pero no para tentarlo, porque, dice el apóstol: “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie” (Santiago 1:13). Entonces, Dios no tentó a Jesús; aunque su Espíritu lo condujo hasta allí para que fuera tentado “por el diablo”, o el enemigo.

 

Este enemigo dentro de la naturaleza humana es la mente de la carne, la cual es enemigo de Dios; no está sujeta a su ley, ni tampoco puede estarlo (Rom. 8:7). El mandamiento de Dios, que es “santo, justo y bueno”, siendo tan restrictivo de las propensiones, que en los hombres de condición puramente animal se desarrollan con incontrolada violencia, las hace aparecer en su verdadera naturaleza. A estos violentos impulsos el apóstol denomina “el pecado en la carne”, del cual está llena; de ahí que también la llama “carne de pecado”. Esta es la naturaleza humana; y el mal que hay en ella, que la ley de Dios hace tan evidente, él lo personifica  como PECAMINOSO en extremo” (Rom. 7:12, 13, 17, 18). Éste es el acusador, adversario y calumniador de Dios, cuya trinchera es la carne. Es el diablo y satanás dentro de la naturaleza humana; de modo que “cada uno es tentado cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Si un hombre se reexamina a sí mismo, percibirá dentro de él algo que está en acción, que desea cosas prohibidas por la ley de Dios. El mejor de los hombres está consciente  de este enemigo que está dentro de ellos. Perturbó tanto al apóstol que exclamó: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rom. 7:24), o, ¿de este cuerpo  mortal?  Él agradeció a Dios de que el Señor Jesucristo lo haría; es decir, ya que él mismo había sido liberado de dicho cuerpo cuando Dios lo resucitó de entre los muertos por medio de su Espíritu (Rom. 8:11).

 

La naturaleza humana, o la “carne de pecado”, tiene tres principales canales por cuyo medio manifiesta su rebeldía contra la ley de Dios. Éstos se expresan en “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida”. Todo lo que hay en el mundo está relacionado con estos puntos de nuestra naturaleza; y no hay tentación que se pueda idear que no nos ataque en uno o más de estos tres puntos esenciales. El mundo exterior es el seductor, el cual encuentra en todo hombre de condición animal no regido por la ley y el testimonio de Dios, un principio simpatizante y amistoso, listo en todo momento para comer de su fruto prohibido. Nosotros heredamos esta naturaleza pecaminosa. Es nuestra desgracia, no nuestro crimen, que la poseamos. Sólo somos culpables cuando, habiéndosenos suministrado el poder para subyugarla, permitimos que reine sobre nosotros. Este poder reside  en “el testimonio de Dios” en el cual creemos; de modo que somos “guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación” (1 Pedro 1:5). Este testimonio debería morar en nosotros tal como mora en el Señor Jesús; de  modo que, con el escudo de la fe, podamos apagar los ataques de fuego  del mundo (Efesios 6:16) por medio de un “así está escrito” y un “así dice Yahvéh”.

 

Jesús estaba preparado por el agotamiento de un prolongado ayuno, para apelar al deseo de su carne por alimento. Se dice que el hambre puede romper muros de piedra. “Tenía hambre”. En esta crisis, “vino a él el tentador”. No se indica quién era. Quizás, Pablo se refiere a ál, cuando dice: “Satanás mismo se hace pasar por ángel de luz” (2 Cor. 11:14). Alguien “vino a él”, que era un adversario para él, y que deseaba su ruina; o, al menos, desempeñó la parte de uno que actuó sobre el mismo principio que el adversario al que se le permitió poner a prueba la fidelidad de Job. La prueba de este eminente hijo de Dios quizás quedó consignada como una ilustración de la tentación del Hijo de Dios, o sea, Jesús, “que no hay otro como él en la tierra, hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1:8). Desde su nacimiento hasta su bautismo en el Jordán, él era sin falta. Pero, parafraseando las palabras de Satanás referente a Job: “¿Acaso teme Jesús a Dios por nada? ¿No le has levantado tú una valla a él, y a su casa, y a todo lo que tiene alrededor?”. Sí; Dios era su defensa, y “por guardar su testimonio hay un gran galardón”. Pero el adversario calumnió a Jesús al sugerir que su obediencia a Dios había estado motivada por simple interés. Él “temía” (Hebreos 5:7) no tan sólo por lo que podría obtener, sino a causa de su amor por el carácter de su Padre como se revela en los divinos testimonios. El adversario fingía no creer esto, y suponía que, si Dios simplemente lo dejaba en la posición de cualquier otro hombre, él dejaría de confiar en Dios y comería del fruto prohibido del mundo, recibiendo todo lo que le ofreciera. De este modo, se puede suponer que el adversario impulsó al Señor a que le permitiera poner a prueba la fidelidad de Jesús. Por lo tanto, Dios permitió que se llevara a cabo el experimento; y por medio de su Espíritu lo envió al desierto para el propósito. Así que el adversario salió de la presencia del Señor, y vino a Jesús allí.

 

Habiendo llegado en el momento de la crisis en que Jesús estaba sufriendo el hambre más intensa, el adversario asumió ante él el carácter de un ángel, o mensajero de luz. Estando familiarizado con “la ley y el testimonio”, por lo cual sabía que Jesús tenía un profundo respeto, los utilizó en apoyo de sus sugerencias. Lo invitó a satisfacer los deseos de la carne en beneficio propio. Él era el Hijo de Dios; aunque parecía que su Padre lo había abandonado; por lo tanto, ¿por qué no usar el poder que poseía, cuya presencia en él era en sí mismo una prueba de la aprobación de Dios para que lo usara, y “mandar que las piedras se conviertan en pan”? Pero Jesús hizo caso omiso del razonamiento; y lo desechó, diciendo: “Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Deut. 8:3; Mateo 4:4).

 

Fracasando en esto, entonces la escena de la tentación se trasladó al “pináculo del templo”; y, como Jesús se fortificaba por la palabra, el adversario determinó estar a la par con él; y al apelar a la vanagloria de la vida, tan firmemente establecida en la naturaleza que él recibió, se fortaleció también con el testimonio: “Si eres el Hijo de Dios, [que con tanto orgullo asumes que eres], échate abajo, porque escrito está: A sus ángeles mandará por ti, y te llevarán en sus manos, para que no tropieces con tu pie en piedra” (Salmos 91:11, 12; Mateo 4:6). Pero Jesús le replicó: “Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios” (Deut. 6:16; Mateo 4:7).

 

Finalmente, la escena se cambió a un elevado monte. Desde esta posición, por el poder que se le concedió, le mostró a Jesús “todos los reinos del mundo”, que eran visibles desde esa elevación; “y la gloria de ellos”. Él sabía que Jesús estaba destinado a poseerlos todos; pero que también había de obtenerlos por medio de padecimientos. Jesús también sabía esto. Ahora bien, como a la carne le disgusta sufrir, el tentador le propuso que satisficiera el deseo de sus ojos dándole todo lo que vio, con la fácil condición de que le rindiera homenaje como dios del mundo. “A ti te daré”, dijo “toda esta potestad y la gloria de ellos; porque a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy; pues, si tú me adoraras, todos serán tuyos” (Lucas 4:6, 7). Pero Jesús resistió la tentación, y dijo: “Vete, adversario, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo servirás”. “Y cuando el diablo hubo acabado toda tentación, se alejó de él por un tiempo”. Y Jesús regresó a Galilea con el poder del Espíritu.

 

De esta manera, entonces, fue puesto a prueba en todas las cosas conforme a la semejanza de su naturaleza con la nuestra, pero sin transgresión. Él no le creyó a este ángel de luz (Gal. 1:8) y poder, y no quiso ninguno de sus favores. Prefirió la gracia de Dios con sufrimiento antes que la satisfacción de su carne con toda la pompa y esplendor de este vano y transitorio mundo. Su “gloria” ciertamente es entregada al adversario de Dios, a su pueblo y a su Verdad; y a quien quiera la da. El conocimiento de esta verdad debería disuadir a todo justo de buscarla; o incluso aceptarla, cuando se ofrece bajo condiciones despreciativas  para la verdad de Dios. Y, si aquellos que la poseen, tales como reyes, sacerdotes, nobles, etc., fueran lo que pretenden ser, seguirían los ejemplos de Jesús y de Pablo, y renunciarían a todo. El cristianismo en lugares altos es Cristo que cae ante el adversario; y rindiéndole homenaje por el honor, las riquezas y el poder del mundo. ¿Qué compañerismo tiene Cristo con Belial? Ciertamente ninguno.

 

Si se entendieran los principios sobre los cuales se permitió la tentación del Señor Jesús, se percibiría prontamente la necesidad de poner a prueba al primer Adán. ¿Conservaría su integridad, si se le colocaba en una situación de prueba?  O, ¿no le creería a Dios, y moriría? El Señor Dios sabía cuál sería el resultado; y había tomado todas las medidas necesarias para las alteradas circunstancias que él previó que surgirían. Sin embargo, su conocimiento de lo que acontecería no era una causa determinante. Él había colocado todas las cosas en un estado condicional. Si el hombre mantenía su integridad, ahí estaba el Árbol de las Vidas como el germen de un orden superior de cosas; pero, si transgredía, entonces el sistema natural y animal continuaría sin cambios; y la espiritualización de la tierra y su población serían diferidas para un período futuro.

 

El conocimiento de Dios de lo que será el carácter de un hombre, no es motivo para que él lo exima de la prueba. Él no recompensa o castiga a nadie en base a decisiones predeterminadas. Él no dice a este hombre: “Yo sé que es seguro que tú te convertirás en un réprobo; por lo tanto, te castigaré por lo que harías”: ni dice a otro: “Sé que tú vas a querer hacer el bien todos los días de tu vida; por lo tanto, te promoveré a la gloria y al honor sin someterte a las tribulaciones del mundo”. Su norma es recompensar a los hombres conforme a lo que ellos han hecho, no por lo que harían. Fue así como él trató a los Dos Adanes; y a Israel, a quienes dijo Moisés: “Te ha traído Yahvéh tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para humillarte, para ponerte a prueba, para saber lo que estaba en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos” (Deut. 8:2). Y así también el Señor Jesús trató a Judas. Él sabía que era un ladrón, y que lo traicionaría; sin embargo le confió la bolsa, y no hizo ninguna diferencia entre él y el resto, hasta que su carácter quedó al descubierto. El Señor sabía lo que estaba en el corazón de Israel, y si ellos le obedecerían o no; pero los sometió a semejante prueba que causaría que ellos se  mostraran a sí mismos en su verdadero carácter, y de este modo lo justificaban a él en su conducta hacia ellos. Entonces, con estas observaciones, a modo de introducción, procederé ahora a la exposición de cosas conectadas con este tema en el relato mosaico.  

 

LA SERPIENTE

“Era astuta, más que todos los animales del campo”

 

La serpiente era una de las “bestias que se movían sobre la tierra”, que el Señor Dios declaró “bueno en gran manera”. Moisés dice que era más perspicaz, o astuta, que cualquiera de las criaturas que el Señor Dios había hecho. Probablemente se debía a esta cualidad de astucia, o rapidez de percepción, que Adán llamó nachash, que en Nuevo Testamento se vierte como drachun, de derchomai, ver; como, el dragón, la serpiente antigua (Apoc. 20:2). Sin duda, era la principal  de la tribu de la serpiente, ya que se le llama “la”  serpiente; y, en vista de que después fue condenada a arrastrarse sobre su vientre como parte de su sentencia, es probable que en el principio haya sido una serpiente alada, ardiente, pero más adelante privada del poder de volar y adaptada para moverse como lo hace en el presente.

 

Su astucia, o rapidez de percepción por la vista y el oído, y habilidad para usarlos (2 Cor. 11:3), era parte de lo bueno de su naturaleza. No era una cualidad maligna en absoluto, porque Jesús exhorta a sus discípulos a ser “prudentes como serpientes, y sencillos como palomas”. Esta cualidad de astucia, o sabiduría instintiva, es lo que principalmente nos impacta en todo lo que se dice de ella. Era un espectador observante de lo que pasaba en el huerto, desde que el Señor Dios lo había plantado al éste del Edén. Había visto al Señor Dios y a sus compañeros Elohim. Había oído el discurso de ellos. Estaba familiarizado con la existencia del Árbol del Conocimiento y el Árbol de las Vidas; y sabía que el Señor Dios había prohibido a Adán y a su esposa que comieran del fruto del bien y del mal; o que ni siquiera debían tocar el árbol. Estaba consciente por lo que había oído, que los Elohim sabían experimentalmente lo que eran el bien y el mal; y que en este punto, Adán y Eva no eran tan sabios como ellos. Pero todo este conocimiento estaba almacenado en su cráneo, de donde nunca habría salido si el Señor Dios no le hubiera concedido el poder de expresar sus pensamientos por medio del habla.

 

¿Y qué uso deberíamos naturalmente esperar que semejante criatura haría de esta facultad? Ciertamente, el uso que su constitución cerebral le permitiría manifestar. Era una criatura intelectual, pero no moral. No tenía “sentimientos morales”. Ninguna parte de su cerebro era apropiado para el ejercicio de la benevolencia, la veneración, y así sucesivamente. Hablando de manera frenológica, estaba destituida de estos órganos; sólo tenía “facultades intelectuales” y “propensiones”. De ahí que su mecanismo cerebral, bajo el incitamiento de fenómenos externos, sólo podría desarrollar lo que yo llamaría una intelectualidad animal. Ideas morales, o espirituales, no causarían ninguna impresión en su constitución mental; porque era incapaz, por su formación, de responder a tales ideas. Sería físicamente imposible que ella razonara en armonía con la mente de Dios; o con la mente del hombre, cuyo razonamiento estaba regulado por sentimientos morales divinamente iluminados. Su sabiduría sería la de la raza salvaje sin instrucción, cuyos “sentimientos”, por el desuso de los siglos, se habían extinguido. En resumen, deberíamos esperar que, si se le concedía la facultad de hablar, le daría precisamente el uso que Moisés narra acerca de la serpiente en el huerto del Edén. Su mente era pura y enfáticamente una “mente carnal”, de una descripción más astuta que la de cualquiera de las criaturas inferiores. Era “buena en gran manera”; pero cuando intentó  conversar de cosas demasiado altas para ella; hablar de lo que había visto y oído; y comentar sobre la ley del Señor, se perdió en su dialogismo, y llegó a ser la inventora de una mentira.

 

Preparada de este modo, comenzó una conversación con la mujer. “¿Con que”, dijo ella, como si estuviera familiarizada con lo que se dijo, “Dios os ha dicho: No comáis de ningún árbol del huerto?” De esta manera habló, como si hubiese estado reflexionando sobre el asunto para descubrir el significado de las cosas; pero, no pudiendo sacar nada en limpio, atrajo la atención de la mujer, haciéndole preguntas. Ella replicó: “Del fruto de los árboles del huerto podemos comer, mas del fruto del árbol que está en medio del huerto, dijo Dios: No comeréis del él ni lo tocaréis, para que no muráis”. Esto estaba enunciando “la ley del espíritu de vida”, o la verdad; porque “la ley de Dios es la verdad” (Salmos 119:142). Si Eva se hubiera apegado a la letra de esto, se habría salvado. Pero la serpiente empezó a intelectualizar; y al hacerlo, “no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en [ella]”. Cuando puede estar hablando la falsedad, lo hace en base a sus propios razonamientos (Juan 8:44). Era incapaz de entender que la obligación moral necesitaba obediencia a la ley divina; porque no había nada en ella que respondiera a eso. De ahí que Jesús diga: “no hay verdad en [ella]”.

 

Sin embargo, éste no era el caso de Eva. En ella había verdad; pero ella también empezó a intelectualizar ante la sugerencia de la serpiente; y de esos razonamientos pasó a la duda, y finalmente a la conclusión de que el Señor Dios no quiso decir exactamente lo que dijo. Éste fue un error del cual todo el mundo es culpable hasta el día de hoy. Admite que Dios ha hablado; que ha promulgado leyes; que ha hecho promesas; y que ha dicho: “El que crea [en el evangelio] y sea bautizado será salvo; pero el que no crea será condenado”. Todo esto los profesores admiten en teoría; mientras que, como en el caso de Eva, lo niegan en la práctica. Dicen que él es demasiado bondadoso, demasiado cariñoso, demasiado misericordioso para actuar según una rígida interpretación de la palabra; porque si lo hiciera, multitudes de los buenos, piadosos y excelentes de la tierra estarían condenados. Esto es doblemente cierto. Sin embargo, los escépticos de esta clase deberían recordar que ellos solamente son “la sal de la tierra” que se deleitan en la ley del Señor, y la cumplen. Cada secta tiene sus “buenos y piadosos” de los cuales las denominaciones adversas tienen poco o nada de consideración. La ley de y la piedad. Dios es la única verdadera norma de la bondad; y los hombres pueden depender de ella, corroborado por los ejemplos en la Escritura, de que aquellos que lo tratan como si él no haya querido decir lo que dice en su palabra “le han hecho mentiroso” (1 Juan 5:10), y en su estima son todo menos buenos y piadosos.

 

Eva, habiendo repetido la ley a la serpiente, ésta comentó que ellos ciertamente no morirían, porque, dijo, “sino que sabe Dios que el día en que comáis de él serán abiertos vuestros ojos y seréis como dioses, conociendo el bien y el mal”. La falsedad de esta aseveración consistía en la declaración: “No moriréis”, a pesar de que Dios ya había dicho: “Ciertamente morirás”. Era cierto que Dios efectivamente sabía que en el día en que comieran, se abrirían sus ojos, y también era cierto que entonces ellos llegarían a ser como los Elohim, en el sentido de conocer el bien y el mal. Esto se desprende del testimonio de Moisés, de que cuando ellos hubieron comido “fueron abiertos los ojos de ambos” (Génesis 3:7); y de la admisión de Dios mismo, quien dijo: “He aquí el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros, conociendo el bien y el mal” (Génesis 3:22). Por lo tanto, las palabras de la serpiente eran una mezcla de verdad y falsedad, que se mezcló tan bien con lo que Eva sabía que existía, que “la engañó con su astucia” en contra de la sencillez de la ley de Dios.

 

Pero, ¿cómo sabía la serpiente que el Señor sabía que esto les ocurriría en el día en que comieran? ¿Cómo llegó a saber todo eso sobre los dioses, y la conexión de ellos con el bien y el mal? ¿Y sobre qué base afirmó que ellos ciertamente no morirían? La respuesta es por una de estas dos maneras: por inspiración, o por observación. Si decimos que fue por inspiración, entonces hacemos a Dios el autor de la mentira; pero si afirmamos que ella obtuvo su conocimiento por observación—por el uso de sus ojos y oídos sobre las cosas que ocurrían a su alrededor—entonces confirmamos las palabras de Moisés de que ella era la más astuta de las criaturas que había creado el Señor Dios. “¿Con que Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?” Esta pregunta muestra que ella estaba consciente de que había algunas excepciones. Había oído acerca del Árbol del Conocimiento y del Árbol de las Vidas, los cuales estaban ambos en medio del huerto. Había oído al Elohim Señor y a los otros Elohim conversando sobre su propia experiencia del bien y del mal; y del esclarecimiento del hombre y de la mujer en las mismas cualidades por medio de comer del Árbol del Conocimiento; y de que ellos vivirían para siempre, si era obedientes, por medio de comer del Árbol de la Vida. Al razonar sobre estas cosas, concluyó que si ellos comían del fruto prohibido, seguramente no morirían; porque no tendrían nada más que hacer que ir y comer del Árbol de la Vida, y así evitarían todas las consecuencias fatales. Por lo tanto, dijo: “No moriréis”. Es evidente que el Señor Dios esta aprensivo por el efecto que este razonamiento tendría sobre la mente de Adán y Eva; porque inmediatamente los expulsó del huerto a fin de impedir toda posibilidad de acceso al árbol para que no comieran y adquirieran la inmortalidad en pecado.

 

El razonamiento de la serpiente afectó a la mujer excitándole el deseo de la carne, el deseo de los ojos y la vanagloria de la vida. Esto se desprende por el testimonio. Dentro de ella se creó un apetito, o ansias, por comerlo. Además, el fruto era muy hermoso. Colgaba del árbol de una manera muy atractiva y tentadora. “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos”. Pero había un incentivo aun mayor que éste. La carne y los ojos pronto quedarían satisfechos. La vanagloria de su vida se había despertado ante la sugerencia de que por comerlo se abrirían sus ojos, y que ella se volvería “sabia” como los gloriosos Elohim que ella había visto tan a menudo en el huerto. Llegar a ser como “los dioses”; conocer el bien y el mal tal como lo conocían ellos, era una consideración demasiado contundente para resistirla. Ella no sólo vio que era bueno como alimento y agradable a los ojos, sino que era un “árbol codiciable para alcanzar la sabiduría” como los dioses; por lo tanto, “tomó de su fruto, y comió”. De este modo, en lo que a ella concernía, la transgresión fue completa.

 

LA NATURALEZA DE LA TRANSGRESIÓN

“Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos”

 

      El efecto que produjo en la mujer haber comido del fruto prohibido fue el incitamiento de sus inclinaciones. Por haber transgredido la ley de Dios, ella se había colocado en un estado de pecado; en el cual había adquirido esa madurez de sentimiento que se sabe que existe cuando las mujeres llegan al estado de desarrollo de su femineidad. Lo que la serpiente había hecho fue un engaño: y lamentablemente ella fue engañada. Deseando ser igual a los dioses, las hasta ahora latentes pasiones de su naturaleza animal fueron liberadas; y aunque ahora sabía lo que eran las malas sensaciones e impulsos, que se habían producido ante ella, ella no pudo alcanzar el orgullo de su vida: una igualdad con ellos tal como los había visto en su poder y gloria.

 

      En este estado de excitación animal, se presentó ante el hombre con el fruto tan “agradable a los ojos”. Estando en su presencia, ella era el tentador que le solicitaba que pecara. Llegó a ser para él una “malvada mujer que lisonjea con su lengua”, y cuyos “labios… destilan miel, y su paladar es más suave que el aceite”. Ella encontró a un joven “carente de entendimiento” como ella. Podemos imaginar cómo ella “se asió de él y le besó; con semblante descarado… lo rindió con la mucha suavidad de sus palabras”. Él aceptó el fruto fatal “y comió con ella”, consintiendo ate su seducción, “no sabiendo que es contra su vida”; aunque Dios había dicho que la transgresión ciertamente se castigaría con la muerte. Siendo aún inexperto en la certeza de la ejecución literal de la ley divina, y dependiendo de la la eficacia reparadora del Árbol de las Vidas, él no creía que irremediablemente moriría. Él veía que todo era deleitable a su alrededor y a su hermosa compañera con su fruto tentador; ¡pero se le había dicho que sus ojos estaban cerrados! Qué cosas maravillosas habría visto si sus ojos hubieran estado abiertos. Y ser “como los dioses”, también, “conociendo el bien y el mal”, ¿no era esto una sabiduría muy deseada? La hermosa engañadora había, por fin, tenido éxito en suscitar en el hombre las mismas pasiones que habían tomado posesión de ella. Su carne, sus ojos y la vanagloria de la vida se habían inflamado; y él la siguió en su mal camino “como el necio que va a las prisiones para ser castigado”. Ambos habían caído en la incredulidad. No creyeron que Dios haría lo que había prometido. Éste fue un error fatal. Después aprendieron por experiencia que, en su pecado, habían acusado a Dios falsamente; y que lo que él promete, ciertamente lo cumplirá a la letra de su palabra. De este modo, la incredulidad los preparó para la desobediencia; y la desobediencia los separó de Dios.

 

      Como la narración mosaica da un relato de cosas naturales, sobre las cuales las cosas espirituales había de establecerse después en palabra y sustancia; la llave de su testimonio se halla en lo que efectivamente existe. Por lo tanto, cuando él nos dice que los ojos de Adán y Eva estaban cerrados al principio, diciendo que fueron abiertos por el pecado, tenemos que examinarnos nosotros mismos como seres naturales para captar el significado de sus palabras. En verdad, Moisés nos informa en qué sentido, o ante qué fenómeno, sus ojos estuvieron cerrados, cuando dijo: “Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban”. Si sus ojos hubiesen sido abiertos subrepticiamente, ellos se habrían sentido avergonzados de estar ante delante del Señor Elohim en un estado de desnudez; y habrían tenido emociones del uno hacia el otro que habrían sido inconvenientes. Pero, en su ignorancia inocente de las latentes posibilidades de su naturaleza, la vergüenza, que hace que la persona se sienta como si deseara ocultarse en una cáscara de nuez y que fuera sepultado en las profundidades del mar, no existía dentro de ellos. Eran inocentes; y si hubiesen sido creados con sus ojos abiertos, igualmente habrían seguido así en todo momento. Pero en vista de que sus ojos fueron abiertos en conexión con, y a consecuencia de haber hecho lo que estaba prohibido, habiendo “para maldad ofrecieron sus miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad”; y como sus facultades superiores fueron constituidas susceptibles al sentimiento, se sintieron avergonzados; y “aquellos miembros del cuerpo menos decorosos” llegaron a ser una “vergüenza” para ellos; y desde aquel tiempo han sido considerados deshonrosos e invariablemente se les mantiene “ocultos”. Las criaturas inferiores no tienen semejantes sentimientos porque nunca han pecado; pero los padres de Caín en su transgresión, habiendo ocupado los miembros que después ocultaron, quedaron profundamente afectados tanto por vergüenza como por temor; y desde entonces su posteridad de un modo u otro ha participado de ello de la misma manera.

 

      Habiendo transgredido la ley divina, y después de haberse “embriagados de amores”, como consecuencia, “fueron abiertos los ojos de ambos”; y entonces “supieron que estaban desnudos”, de lo cual antes no estaban conscientes. “Por medio de la ley es el conocimiento del pecado”, y “el pecado es transgresión de la ley”, así que, habiendo transgredido la ley, “supieron que estaban desnudos”, sin esperar que se los dijera el Señor y les permitiera el uso lícito del uno con el otro en su debido tiempo. Quedaron muy mortificados al descubrir lo que habían hecho; e intentaron mitigarlo con una idea de ellos; así que “cosieron hojas de higuera y se hicieron delantales”.

 

      Aunque de esta manera se protegieron corporalmente de la mutua observación, la desnudez de su mente aún estaba expuesta. Oyeron la voz del Elohim, que ahora tenía un tono terrible; y se ocultaron de su presencia entre los árboles. Ellos aún no habían aprendido, sin embargo, que el Señor era no sólo un Dios cercano, sino también un Dios lejano.; y que nadie puede ocultarse en lugares secretos sin que él los vea; porque él llena tanto el cielo como la tierra (Jeremías 23:23, 24). Su ocultamiento era ineficaz contra la voz del Señor, quien lo instó a que se presentara. “¿Dónde estás [Adán]?” Y él respondió: “Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí”. El corazón de Adán lo había condenado, por lo tanto, perdió la confianza de Dios (1 Juan 3:19-22).

 

UNA BUENA Y UNA MALA CONCIENCIA

 

      El lector, al contemplar a Adán y Eva en inocencia, y después en culpabilidad, percibirá en los hechos de su caso la naturaleza de una buena conciencia, y la de una mala. Cuando se regocijaban en “la respuesta de una buena conciencia”, carecían de vergüenza y temor. Ellos podían estar desnudos en presencia de Dios sin sentirse mal; y en vez de temblar a te su voz, se regocijaban de oírla como el presagio de buenas cosas. Entonces eran puros e incontaminados, hallándose desprovisto de toda conciencia de pecado. Pertenecían entonces a la verdad y vivían en obediencia a ella tal como se expresa en la ley, y, por lo tanto, tenían el corazón puesto en él. En aquel tiempo no estaban oprimidos por dudas y temores. Pero tómese nota del cambio que vino después sobre ellos. Cuando perdieron su buena conciencia, el terror se apoderó de ellos al oír la voz de Dios, y la vergüenza se posesionó de sus almas, e intentaron salir del alcance de su vista y alejarse de él lo más posible. Ahora bien, ¿cuál fue la causa de esto? Hay una sola respuesta que se puede dar, y esa es: el PECADO.

 

      Entonces, el pecado quita “la aspiración de una buena conciencia ante Dios”, y la convierte en una mala conciencia, la que ciertamente se puede saber que existe cuando el tema se avergüenza ante la verdad, y es atormentado por “dudas y temores”. Se sienten avergonzados ante la verdad, los que, estando iluminados por el conocimiento, se sienten condenados; o, siendo ignorantes, lo perciben. Éstos, a causa de la incredulidad, o de una “fe muerta” bien pueden estar avergonzados y temerosos, porque avergonzarse de la verdad de Dios es estar avergonzado de su sabiduría y poder. La gente que encaja en esta descripción, proscribe toda conversación sobre la verdad como que no está de moda y es vulgar; o que está calculada para perturbar la paz del círculo familiar; y otros generan un gran alboroto contra la controversia considerándola peligrosa para la religión como si la verdad de Dios pudiera plantarse en el corazón de los hombres, ya poseídos por el enemigo de Dios, sin controversia; otros, sometidos a la timidez del pecado, reducen todo a la opinión, e inculcan la “caridad”; no que ellos sean más liberales y bondadosos que otras personas, sino que temen que su propia desnudez pueda ser descubierta, y que “los hombres vean su vergüenza”; en tanto que otros ruborosos profesores exclaman: “No perturben lo que está tranquilo”, lo cual es una máxima capital de una causa podrida, especialmente cuando la subversión pondría fin a todos los “intereses creados” y a emolumentos pecuniarios. Esa es la situación; mientras que “huye el impío sin que nadie lo persiga; mas el justo está confiado como un león”. Los pecadores, a pesar de lo “pío” que se diga que sean, son invariablemente cobardes; se avergüenzan ante una resistencia valiente por su propia confesión; y temerosos ante un examen independiente e imparcial de la ley y el testimonio de Dios.

 

Entendiendo, entonces, que el pecado, o la trasgresión a la ley de Dios, manifestada por dudas, temores y vergüenza, es el principio mórbido de una mala conciencia, ¿cuál es la obvia indicación que se cumplirá al quitarlo? La respuesta es: elimínese el pecado, y la conciencia del paciente sanará. Los fenómenos mórbidos desaparecerán, quedando “la respuesta de una buena conciencia ante Dios” (1 Pedro 3:21 Versión Rey Santiago). Por la naturaleza de las cosas, es obvio que el pecador no puede curarse a sí mismo; aunque la superstición le ha enseñado a intentarlo por medio de ayunos, penitencias y toda “la humildad afectada” y “vanas sutilezas” inculcadas por “los ciegos”. Adán y Eva imaginaron inútilmente que podían cubrir su pecado y borrarlo del escrutinio divino; pero la torpe inventiva que idearon demostró que sus respectivas conciencias se habían contaminado. Su posteridad no ha aprendido sabiduría ante el fracasado intento de Adán y Eva; pero, hasta el día de hoy, se empeñan tan diligentemente en inventar coberturas para sus malas conciencias como lo hicieron sus primeros padres, cuando cosieron hojas de la higuera para cubrir su vergüenza. Tan cierto es eso, aunque Dios hizo al hombre recto, éste ha buscado muchas artimañas (Eclesiastés 7:29). Pero después de todos los parches, alteraciones y enmendaduras, no son más que “vestimentas sucias” tomadas del sumo sacerdote Josué (Zacarías 3:3-4); a las cuales se adhirió toda la iniquidad que se había depositado sobre él con la obstinación de una plaga leprosa.

 

Los hombres aún  no han aprendido la lección, de que todo lo que Dios les exige hacer es creer en su palabra y obedecer sus leyes. Él no requiere de ellos nada más que esto. Si ellos no creen ni cumplen, o creen pero no obedecen, son malhechores y enemigos de él. Él pide a los hombres acciones, no palabras, porque él los juzgará “conforme a sus obras” a la luz de la ley de Dios, y no según los supositicios sentimientos y tradiciones de ellos. La razón por la cual él no dejará que los hombres se automediquen para sus propios males morales es porque él es el médico y ellos los leprosos; él su soberano y ellos los rebeldes contra su ley. Es su prerrogativa, y sólo de él, dictar los términos de la reconciliación. El hombre ha ofendido a Dios. Por lo tanto, a él le corresponde someterse incondicionalmente; y, con la humildad y recepción de un niño, recibir con corazón abierto y sentimientos de gratitud, todo lo que en la sabiduría, justicia y benevolencia de Dios, él pueda dignarse recetar.

 

Hasta que hagan esto, ellos pueden predicar en su nombre (Mateo 7:21-23); ensanchar sus filacterias (Mateo 23:5-7); hacer sonar trompetas en las sinagogas y en las calles (Mateo 6:1-4); hacer largas oraciones (Mateo 6:5-7; Mateo 23:14); contorsionar el rostro con muecas para aparentar que ayunan (Mateo 6:16-18); edificar iglesias; recorrer mar y tierra para hacer prosélitos (Mateo 23:15); fundar hospitales y llenar la tierra con sus benevolencias; todo esto se reduce a la simple inventiva de la hoja de la higuera como sustituto de la “justicia de Dios”. “Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos”  (Romanos 4:7); pero esta bienaventuranza no vino sobre Adán, ni sobre ninguno de su posteridad, gracias a las vestimentas de su propio ingenio. La cobertura del pecado que proviene del Señor es “un cambio de vestidura”, o sea, “vestidura blanca”, que él aconseja a los hombres que compren “para que se vistan y no se descubra la vergüenza de su desnudez” (Apocalipsis 3:18). Sólo él puede proporcionarla. El precio es que los hombres crean y se la pongan.

 

LA MENTE CARNAL

 

“La inclinación de la carne es enemistad contra Dios”

 

Cuando Dios otorgó la facultad del habla a la serpiente, lo permitió para que expresara sus pensamientos. Sin embargo, la posesión de este poder no le confería responsabilidad moral. Esto depende de una diferente constitución de “la carne”. Donde no existen “sentimientos morales” como parte de “la carne”, o cerebro, no hay capacidad en la criatura para rendir cuenta por sus aberraciones ante los requerimientos de las leyes morales o espirituales. El don del habla sólo le permitió expresar los pensamientos de su no sensibilizado intelecto. Habló, como el asna de Balaam, bajo el impulso de las sensaciones agitada por lo que había visto y oído. Las inclinaciones de la carne no podían ascender a la fe, ya que ella carecía de la capacidad orgánica para creer; por lo tanto sus palabras sólo podían expresar pensamientos carnales. La fe era un logro demasiado elevado para ella. La luz de la ley de Dios no podía brillar en ella. Como todos los animales inferiores, era una criatura de sólo sensaciones; y sólo podía expresar frases formadas por combinaciones que surgían de las impresiones de objetos sensibles que eran trasmitidos a su sensorio por medio de los cinco sentidos; sin embargo, los superaba pues era más observadora y astuta que ellos.

 

Lo que ella había hecho, y no lo que pensaba hacer fue la causa de la condenación de la serpiente. ”Por cuanto esto hiciste”, dijo el Señor Dios, “maldita serás entre todas las bestias”, etc. Era incapaz de tener intenciones morales. No tenía la intención de engañar; pero efectivamente engañó; por lo tanto, era una engañadora. No tenía intención de mentir; pero efectivamente mintió; por lo tanto, era una mentirosa y padre de una mentira. No tenía intención de causar la muerte de la mujer; pero causó que quedara bajo la sentencia de muerte; por lo tanto, era una homicida; y llegó a ser padre espiritual de todos los deliberados mentirosos, engañadores, incrédulos, y asesinos de seres humanos que reciben el nombre de “la simiente de la serpiente”.

 

La serpiente tenía propensiones e intelecto, y lo mismo tenía la mujer; pero la constitución mental de ella difería de la de la serpiente en que la mujer tenía “sentimientos morales” sobreañadidos a sus propensiones e intelecto. Por los sentimientos, la mujer fue hecha un ser moralmente responsable; capaz de creer y de poder controlar y dirigir sus otras facultades en sus aplicaciones. Las propensiones posibilitan que una criatura propague su especie, cuide a sus hijos, se defienda de sus enemigos, recolecte alimentos, y así sucesivamente; el intelecto le permite hacer estas cosas para la gratificación de sus sensaciones; pero cuando, además de esto, a un ser se le dota de los sentimientos de conciencia, esperanza, veneración, benevolencia, asombro, etc., entonces posee una organización espiritual o sentimental, que lo hace reflejar, como en un espejo, la semejanza y gloria de Dios. La esfera de acción apropiada de las propensiones se halla en cosas sensuales y carnales; mientras que la del intelecto espiritual, o sentimentalizado, se halla en “las cosas del espíritu de Dios”. En la constitución mental del hombre, Dios designó que los sentimientos, iluminados por su verdad, tuvieran el dominio y el control y gobernaran sus acciones. Bajo semejante ordenamiento, los pensamientos del hombre habrían brotado de la forma de pensar espiritual en contraposición con los pensamientos de las criaturas inferiores, los cuales son puramente las inclinaciones de la carne. Donde la verdad tiene posesión de los sentimientos, poniéndolos a trabajar y de esta forma formando los pensamientos, llega a ser para ellos como la ley de Dios.; la cual el apóstol denomina “la ley de su mente”; y debido a que está escrita ahí por medio de oír acerca de “la ley y el testimonio”, que vino sobre los profetas y apóstoles por conducto del espíritu, él la denomina “la ley del espíritu” (Romanos 7:23; 8:2) grabada en tablas de carne del corazón” (2 Corintios 3:3); y “la ley del espíritu de vida” porque, mientras se obedezca, confiere un derecho a la vida eterna.

 

Pero, a falta de esta ley y testimonio, los “sentimientos morales” son tan incapaces de dirigir a un hombre correctamente como si él fuera sólo intelecto o sólo propensiones. Por una guía correcta, quiero decir hacia la mente de Dios. Los sentimientos son tan ciegos como las propensiones cuando el intelecto no está iluminado por la revelación divina. La verdad de esto queda ilustrada por los excesos en los cuales se ha hundido el género humano en nombre de la religión. Mahometismo, romanismo, paganismo, y las infinitas variedades del protestantismo, todos son el resultado de las colaboraciones del intelecto y los sentimientos bajo el impulso de las propensiones. Todos son las inclinaciones de la carne, basadas en la ignorancia, o en conceptos equivocados, de la verdad. De ahí que son del todo falsas; o, como los dialogismos de la tortuosa serpiente, una mezcla tosca de verdad y error.

 

La mente carnal es una expresión que usó Pablo; o más bien, es la traducción de palabras que él usó en su epístola a los romanos. No es tan explícita como el original. Las palabras que él escribió son: to gar phronema tes sarkos, el pensamiento de la carne. En esta frase, él nos sugiere que la carne es la sustancia que piensa, es decir, el cerebro; el cual, en otro lugar, él denomina: “tabla de carne del corazón”. Por lo tanto, la clase de pensamiento depende de la estructura de este órgano. De ahí que mientras más elaborado y perfecto sea su mecanismo, más preciso y completo es el pensamiento; y viceversa. Es sobre este principio que semejante diversidad de manifestación mental es observable entre los hombres y otros animales; pero, después de todo, a pesar de lo diversas que pueden ser, todas son referibles  Exactamente a lo mismo: la forma de pensar de la carne, cuyas elaboraciones son incitadas por las propensiones y los sensibles fenómenos del mundo.

 

Ahora bien, la ley de Dios se da para que la forma de pensar de la carne, en vez de que ser incitada por las propensiones interiores y por el mundo exterior, sea guiada en conformidad a su enseñanza. Mientras Adán y Eva se guiaban por ella, eran felices y estaban contentos. Sus pensamientos eran el resultado de una forma de pensar correcta, y la obediencia era la consecuencia. Pero cuando adoptaron como propios los razonamientos de la serpiente, los cuales están en contra de la verdad, ocasionó una “enemistad” en contra de ella en su forma de pensar, lo cual es equivalente a “enemistad contra Dios”. Cuando su pecado se perfeccionó, inflamando sus propensiones, o deseos, éstas se convirtieron en “una ley en sus miembros”; y debido a que fue implantada en su carne por transgresión, se le llama “la ley del pecado”;y la muerte, que es la paga del pecado, también se le denomina “la ley del pecado y de la muerte”; pero por filosofía, “la ley de la naturaleza”.

 

La forma de pensar de la carne, no influenciada por la acción mejorable de la verdad divina, tiene efectos tan degenerativos que reduce al hombre a un estado de salvajismo. No hay nada edificante o ennoblecedor en los pensamientos carnales; por el contrario, tienden al deterioro físico y la muerte; porque “el ánimo carnal es muerte, pero el ánimo espiritual es vida y paz” (Romanos 8:6). Si criaturas feroces se vuelven mansas, o civilizadas, es el resultado de lo que se puede denominar influencias espirituales, las cuales, operando desde fuera del animal, llaman a ejercer sus más altos poderes, por los cuales las más turbulentas son subyugadas, o mantenidas a raya. No se ha sabido que bestias salvajes, u hombres salvajes, se hallan domesticados o civilizados por su propia cuenta. Por el contrario, cuando la ley que hay en sus miembros es incontrolada en sus operaciones mentales, es tan feroz en su influencia que pone en riesgo la continuidad de la raza. Por lo tanto, si Dios hubiera abandonado a Adán y a su posteridad a la única guía de sus nuevas propensiones, hace ya mucho tiempo que la tierra se habría poblado gente ni un ápice superior a los aborígenes de Australia, o a las tribus salvajes de África. A pesare del antagonismo establecido entre su ley y la carne, por lo cual se ha mantenido un conflicto saludable en el mundo, una inmensa proporción de sus habitantes son “ciegos de corazón” y han “perdido toda sensibilidad”, a consecuencia de que su intelecto y sentimientos han caído en desuso moral; o por haberse ejercitado en los razonamientos de la carne como lo fue Eva con las especulaciones de la serpiente.

 

La forma de pensar no iluminada de la carne da origen a “las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a éstas” (Gálatas 5:19-21). Sin el control de la verdad y los juicios de Dios, el mundo habría estado habitado únicamente por semejantes personajes. En realidad, a pesar de toda su interferencia para salvarlos de las ruinosas consecuencias de su feroz enemistad contra la ley de Dios, parece que habían llegado a un estado de inmoralidad en la era apostólica muy próximo a la condenación. “No tienen excusa”, dice el apóstol; “porque habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias; antes bien, se ofuscaron en sus vanas imaginaciones, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios [o filósofos], se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza a imagen de hombre corruptible, y de aves, y de cuadrúpedos y de reptiles. Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en la lujuria de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos; ya que cambiaron la verdad de Dios en mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén. Por esto, Dios los entregó a pasiones vergonzosas; pues aun sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza, y de igual modo también los hombres, dejando el uso natural de la mujer, se encendieron en su lascivia unos con otros, cometiendo hechos vergonzosos hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos la retribución correspondiente a su extravío. Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente depravada, para hacer lo que no conviene, estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños y malignidades; murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia” (Romanos 1:20-31).

 

Tal es la mente carnal, o la forma de pensar de la carne, según queda ilustrado por las obras de la carne; una espantosa deformidad, cuya concepción es referible a la infidelidad y desobediencia de nuestros primeros padres, por quienes “el pecado entró en el mundo… y por el pecado la muerte” (Romanos 5:12). Es la mente de la serpiente; porque fue por medio de su falso razonamiento, el que fue creído, que un modo de pensar semejante al suyo se generó en el corazón de Eva y de su esposo. La semilla que allí sembró la serpiente era una semilla corruptible. De ahí que la mente carnal, o la forma de pensar de la carne, no iluminada por la verdad, es la serpiente en la carne. Fue por esta razón que Jesús llamó a sus enemigos “serpientes, generación de víboras” (Mateo 23:33). Las acciones de ellos emanaban todas de la serpiente o forma de pensar de la carne, lo cual manifestaba “una sabiduría que no es de lo alto”, la cual era definitivamente “terrenal, animal y diabólica”; que se opone a todo lo que proviene “de lo alto”, porque “la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, bondadosa, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía” (Santiago 3:15-17).

 

La mente carnal, o la serpiente en la carne, es el tema de una manifestación doble, a saber, individual y colectivamente. Una manifestación individual es más o menos observable en personas que tienen “la mente las cosas de la carne”, o, “cosas terrenales” (Romanos 8:5). Hacer esto es ser “según la carne” y “en la carne”; de los cuales se testifica que “no pueden complacer a Dios”. De manera simbólica, el pecado representa a la serpiente, el efecto por la causa; en vista de que ella fue la que sugirió la incredulidad y la desobediencia al hombre por el cual entró en el  mundo. De ahí que la idea de la serpiente en la carne se exprese por medio de la frase “el pecado en la carne”; el cual fue “condenado en la carne” cuando Jesús fue crucificado por el pecado, o a causa del pecado, a “semejanza de carne de pecado”. En el hombre animal no mora nada bueno. El apóstol afirma esto de sí mismo, considerándose un poco ilustrado hijo de la carne. “En mí, esto es, en mi carne”, dice él, “no mora el bien”. De ahí que, cualquier bien que pueda haber en él, no se originó en la forma de pensar de la carne, incitada por las propensiones y tradiciones de Gamaliel; pero por “la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús”; es decir, por la influencia del “testimonio de Dios” referente a los asuntos “del reino y del nombre de Jesucristo”, sobre “tablas de carne del corazón”, con toda seguridad creyó. El sometimiento a esto “me ha librado”, dice él, “de la ley del pecado y de la muerte”. Esto atestigua la verdad de las palabras del Señor, que dijo: “Así que , si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres”. El pecado, aunque aún mora en la carne, no debería reinar más en su cuerpo mortal ni tener dominio sobre él.

 

Si no fuera por la ley, o la verdad, de Dios, nosotros no sabríamos lo que es el pecado; porque, dice el apóstol, “yo no conocí el pecado sino por la ley… porque sin la ley el pecado está muerto”. Si un hombre cometiere robo, o adulterio, o cualquier otra cosa, él no sabría si hizo bien o mal a los ojos de Dios, si Dios no hubiera dicho que tales cosas no se deben hacer. Los animales inferiores roban, matan y obedecen a sus propensiones sin control; pero, al hacerlo, no pecan, porque Dios los ha hecho con la capacidad y disposición para que lo hagan, y no se los ha prohibido. El mal consiste no en un algún acto en particular del cual seamos capaces; sino en que ese acto es contrario a la letra y al espíritu del testimonio divino; en otras palabras, el bien es el acto de hacer la voluntad de Dios. De ahí que, si viéramos a un hombre arrodillado ante una imagen de la Virgen María, la cual está muerta conforme a la ley divina, y Dios nos mandara que lo matemos, nosotros haríamos mal si nos rehusamos, aunque él ha dicho: “No matarás”. Los hombres han perdido de vista esta verdad. Ellos no saben, o parecen no saber, que la única verdadera norma de lo que es bueno y malo, verdad y error, es la ley divina. De ahí que ellos infligen sobre sí y sobre los demás toda clase de dolores y penalidades, haciendo que la vida de ellos sea muy triste debido a que no se rigen por las normas de fe y moral, los cuales no conocen otra paternidad que la forma de pensar serpentina de la carne de pecado.

 

El pecado estaba en el mundo desde la caída hasta el otorgamiento de la ley por medio de Moisés. Pero no parecía ser pecado para aquellos que obedecían a sus impulsos; porque, al no haber semejante ley como la ley mosaica, “los hijos de Dios” no sabían cuando podrían haber errado. No eran tenido por responsables ante cualquier futura retribución por hacer cosas que, bajo la ley de Moisés, eran castigadas con la pena de muerte. Estaban sujetos sólo al “camino del Señor”, tal como los discípulos de Jesús lo están en el presente. Esto requiere que ellos anden por fe en la educación y amonestación del Señor, cuyo amor fue derramado abundantemente en el corazón de ellos por medio del testimonio en el cual ellos creían (Romanos 5:13).

 

La serpiente en la carne se muestra en personas de todo color de piel. Se manifiesta en todos los engaños que los hombres practican sobre sí mismos y sobre otros. Sus manifestaciones más insidiosas y peligrosas emanan desde el púlpito y de los tronos eclesiásticos. En éstos se presenta la serpiente ante la humanidad, atendiéndolos presuntuosamente con cosas que ella no entiende. De ahí los deleita con la seguridad de la sabiduría en base a principios que están en armonía con la naturaleza de ellos. “Dios no quiere decir”, dice la serpiente, “exactamente lo que dice. No perturben sus conciencias con la letra de su palabra. Él sabe que las circunstancias en la que ustedes se hallan impiden un rígido entendimiento de ella. Además, los tiempos han cambiado, y el mundo está mejor de lo que solía ser. Él toma la intención más bien que la acción. El espíritu lo es todo; la letra es nada, porque la letra mata, pero el espíritu da vida. Así que coman, beban y alégrense. Sean diligentes en sus tareas, fervientes en la causa de su iglesia, sirviendo al clero; y cuando mueran, ¡serán como dioses en los campos elíseos!”

 

Pero la serpiente en la carne se manifiesta en todos los lugares altos de la tierra. Se impone en toda ocasión y en todos los canales de la vida humana. Papas, cardenales y sacerdotes; obispos, ministros y diáconos; emperadores, reyes y presidentes; con todos los que los sostienen y ejecutan sus órdenes, no son más que el medio carnal por medio del cual la forma de pensar de la carne se puede expresar. Ellos son “argumentos y toda altivez que se levantan contra el conocimiento de Dios” los cuales han de ser derribados (2 Corintios 10:5). Éstos no tienen fe en este conocimiento, al cual invalidan debido a sus tradiciones; y “todo lo que no es por fe, es pecado”. Mi tarea será mostrar qué es este conocimiento; y, si se hallare que no estoy hablando conforme a “la ley y al testimonio”, será porque no hay luz en mí; y que, al igual que ellos, hablo mis propios pensamientos según la carne y no conforme al evangelio del reino de Dios.

 

Como lo he señalado antes, Pablo personifica al pecado como “pecaminoso en extremo”; y otro apóstol lo denominó como “el maligno” (1 Juan 2:12). En este texto, él dice: Como Caín, que era del maligno y mató a su hermano”. Hay precisión en este lenguaje que no ha de ser pasado por alto en la interpretación. Caín era del maligno, es decir, era un hijo del pecado; del pecado ocasionado por la serpiente, o de la transgresión original. La narración de los hechos está interrumpida al final del sexto versículo del tercer capítulo. El hecho que ahí se pasó por alto, aunque está implicado en el séptimo versículo, está expresado claramente en el primer versículo del cuarto capítulo. Estos textos unidos se leen así: “Y Eva dio a su marido, el cual comió con ella. Y conoció Adán a su esposa Eva, la cual concibió. Y fueron abiertos los ojos de ambos, y supieron que estaban desnudos”.

 

Ahora bien, esta fue una concepción en pecado, cuyo originador fue la serpiente. Por lo tanto, cuando, posteriormente, en el “tiempo determinado”, “Eva concibió y dio a luz a Caín”; aunque procreado por Adán, él era de la serpiente, ya que ella sugirió la transgresión que terminó en la concepción de Caín. De esta manera, como el pecado en la carne fue puesto por la serpiente, Caín era de aquel Inicuo, el pecador pre-eminente, y el primogénito de la simiente de la serpiente.

 

Pues bien, los que hacen las obras de la carne son los hijos del Inicuo, o el pecado en la carne; en base al mismo principio que aquellos judíos sólo eran los hijos de Abraham si hacían las obras de Abraham. Pero ellos no hacían las obras de Abraham, sino obras malignas. Eran mentirosos, hipócritas y homicidas; por lo tanto, Jesús les dijo: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. Él ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él” (Juan 8:39, 44). Hemos visto en qué sentido se afirma esto respecto a la serpiente, la inimputable y no responsable autora del pecado. Cada hijo de Adán es “concebido en pecado y formado en la maldad”, y, por lo tanto, es “carne de pecado” en base al principio de que “lo que es nacido de la carne, carne es”. Si alguno obedece los impulsos de la carne, es como Caín, “del Inicuo”; pero si cree en las “preciosas y grandísimas promesas” de Dios, obedece la ley de la fe, y da muerte a a la ilícita obediencia a sus propensiones, él llega a ser hijo del Dios viviente, y hermano y co-heredero del Señor Jesucristo a la gloria que se ha de revelar en el último tiempo.

 

Pero el pecado serpentino, siendo componente de la naturaleza humana, es tratado en las Escrituras tanto en sus manifestaciones colectivas como en las individuales. “Los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida” fueron generados en nuestra naturaleza por el pecado, y se manifiestan en todos los hijos del pecado, tomados en su conjunto constituyen “el mundo”, el cual se halla en oposición a Dios. El pecado serpentino en la carne es el dios del mundo, que posee su gloria. De ahí que vender al mundo es vencer al Inicuo; porque el pecado se expresa en las cosas del mundo. Estas cosas son las políticas civiles y eclesiásticas, y las instituciones sociales de las naciones, las cuales están basadas en “la sabiduría que no desciende de lo alto”, la sabiduría serpentina de la carne. Si se admite esto, entonces es fácil apreciar la plena fuerza de estas palabras: “La amistad del mundo es enemistad con Dios. Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye en enemigo de Dios” (Santiago 4:4). De modo que los que quieren tener el favor de Dios, no busquen más el honor y la gloria del mundo en la Iglesia o Estado; porque el ascenso en cualquiera de ellos sólo se puede obtener sacrificando los principios de la verdad de Dios en el altar del favor popular, o del patrocinio principesco. Que nadie envidie a los hombres que se hallan en puestos de autoridad. Es su desgracia, y será su ruina; y aunque muchos de ellos profesan ser muy piadosos, y tener gran celo por la religión; sí, un celo tan ardiente como los escribas y fariseos de la antigüedad, ellos están en amistad con el mundo, el cual a su vez acumula sobre ellos su riqueza y honor, y por consiguiente ellos son enemigos de Dios. Es innecesario señalarlos con detalle. Si el lector entiende las Escrituras, puede discernirlos fácilmente. Dondequiera que el evangelio del reino es suplantado por la teología sectaria, ahí está un baluarte de “la mente carnal, que es enemistad contra Dios, porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede” (Romanos 8:7). Ésta es una regla para la cual no hay excepción; y es el gran secreto de esa formalidad, frialdad y muerte espiritual que se dice paraliza a “las iglesias”. Ellas son ricas en todas las cosas, menos en la verdad; y de la cual hay una completa oscuridad espiritual.

 

EL PRÍNCIPE DE ESTE MUNDO

“El príncipe de este mundo será echado fuera”.

 

El pecado hecho carne, cuyo carácter está revelado en las obras de la carne, es el Inicuo del mundo. Jesús lo denominó como “el príncipe de este mundo”. Kosmos, traducida en esta frase como mundo, significa ese sistema de cosas constituido sobre la base del pecado en la carne, y llamado el reino de Satanás (Mateo 12:26), en oposición al reino de Dios, el cual se ha de establecer sobre el fundamento de “la palabra hecha carne” que fue obediente hasta la muerte. El pecado encarnado, y la obediencia encarnada, , son las bases de los dos reinos hostiles entre sí; el de Dios y el del adversario. El mundo es el reino de Satanás; por lo tanto, significa que “los santos”, o pueblo de Dios, tanto los que son israelitas exteriormente (Romanos 2:28, 29; 9:6, 7), como los que son “verdaderos israelitas” (Juan 1:47), son una comunidad dispersada y perseguida. El reino de Satanás es el reino del pecado. Es un reino en el cual “el pecado reina en el cuerpo mortal” y, de este modo, tiene dominio sobre los hombres.

 

Es bastante fabuloso localizarlo en una de región de fantasmas y duendes aterradores, en un lugar remoto o bajo la tierra, donde reina Plutón como “dios del infierno”. Esta idea es parte de la sabiduría de aquellos pensadores carnales, los cuales, como dice el apóstol, “profesando ser sabios, se hicieron necios”; además, una sabiduría que “Dios ha convertido en necedad” (1 Corintios 1:19, 20) por medio de “la luz del glorioso evangelio de Cristo” (2 Corintios 4:3, 4, 6 Versión Rey Santiago). El reino del pecado está entre los que viven en la tierra; y se llama el reino de Satanás porque “todo el poder del enemigo”, o adversario, de Dios y de su pueblo, está concentrado y encarnado en él. Es un reino rebosante de religión, o más bien formas de superstición, todo lo cual ha brotado de la forma de pensar de la carne de pecado. Esta es la razón de por qué los hombres   odian, o descuidan, o menosprecian a la Biblia. Si los líderes del pueblo hubieran de hablar con honestidad, confesarían que no la entienden. Sus sistemas de teología son los pensamientos perversos de la carne de pecado; y saben que no pueden interpretar a la Biblia de manera inteligible debido a los principios que ellos tienen. En todo caso, aún no lo han logrado. De ahí que una clase ha prohibido absolutamente a su pueblo el uso de las Escrituras, y las ha colocado entre los libros prohibidos. Otra clase las defiende, no porque caminen a la luz de ellas, sino porque odian la tiranía de Roma. Éstos, en sus exhibiciones públicas prefieren sus propios sermones en vez de “declarar y exponer por medio de las Escrituras” y “acerca de Jesús, tanto por la ley de Moisés como por los profetas” (Hechos 28:23, 31). De esta forma, descuidan la Biblia, o la usan sólo como un libro de máximas y lemas para sus letanías mojigatas; lo cual, en su mayor parte, tienen tanto que ver como el tema del texto que están tratando como con la ciencia de la gimnasia o del movimiento perpetuo.

 

Pero la política carnal no termina aquí. La negligencia de los predicadores podría ser suplida por el escudriñamiento de las Escrituras de parte del pueblo mismo. Pero el pueblo se desanima de hacer esto debido a los menosprecios que emanan del púlpito. Se proclama que la palabra es “letra muerta”; se dice que las profecías son ininteligibles; al Apocalipsis sería incomprensible y absolutamente desconcertante; que es necesario ir a un centro de educación superior para estudiar teología antes de que se pueda explicar juiciosamente; y así sucesivamente. El pueblo para el cual yo escribo sabe que ésta es la verdad. Pero, ¿qué se ha de entender de todo esto? Es que los oradores de púlpito y los escribas de periódicos están conscientemente ignorantes de “la palabra profética más segura”, de modo que a fin de mantener su dominio, deben reprimir la iniciativa del pueblo para evitar que se hagan “más sabios que sus maestros” y encuentren que les iría infinitamente mejor sin sus servicios que con ellos, y de este modo su profesión terminaría.

 

En cuanto a una educación superior en teología para calificar a los jóvenes para “predicar la palabra”, lo absurdo de tal presunción queda de manifiesto en el hecho que los “teólogos egresados de la educación superior” están todos en desacuerdo entre ellos mismos respecto a su significado. Llámese a una convención de sacerdotes y predicadores de todas las sectas y grupos religiosos, y asígneseles la tarea de publicar una respuesta bíblica y unánime a la simple pregunta: ¿Qué enseñan las Escrituras respecto a la medida de fe, y regla de conducta, para aquel que quiere heredar el reino?  Que la respuesta sea tal que resista el escrutinio de una profunda y seria investigación; ¿y qué esperaría el lector que fuera el resultado? ¿Podría su conocimiento de todos los idiomas vivos y muertos; de los elementos de Euclides; de Liguori, Bellarmine, Lutero, Calvino, y Arminio; de las mitologías de los griegos y de los romanos; de todos los credos, confesiones, catecismos y artículos de la “cristiandad”; de la lógica antigua y moderna; del arte de la mojigatería; y de todas las controversias religiosas existentes; ¿podría su conocimiento de semejante saber popular llevarlos a la unanimidad, y motivarlos a manifestarse como “obrero que no tiene de qué avergonzarse, que expone bien la palabra de verdad? ¿Qué podemos razonar sobre este punto, sino de lo que sabemos? Entonces la experiencia nos enseña que la realización de semejante tarea, tan simple y fácil en sí misma, sería absolutamente impracticable; porque “el pensamiento de la carne es enemistad contra Dios”; y hasta que ellos renuncien a sus tradiciones y estudien la palabra, que es muy diferente a “estudiar teología”, ellos continuarán tal como son, quizás inconscientemente, tergiversadores y enemigos de la verdad.

                                                         

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