Elpis Israel - La Esperanza de Israel - Segunda Parte - Capítulo 5 COSAS RELACIONADAS CON EL NOMBRE DE JESUCRISTO Israel no puede redimirse a sí mismo; y las naciones igualmente no pueden lograr su propia regeneración -- La reconstrucción del tejido social es la obra de la Omnipotencia por la mano del Señor Jesús ante su manifestación que se aproxima -- Él restablecerá el reino y el trono de David -- El sacerdocio de Silo -- El templo de Ezequiel será construido por Cristo -- Acerca del nombre de Jesús -- Acerca del arrepentimiento, remisión de pecados, y la vida eterna -- Arrepentimiento en el lecho de muerte y en la cárcel. Presumo que ahora el lector entiende bien lo que ha prometido el Señor, o lo que ha pactado hacer. Entonces que, en vista de estas “preciosas y grandísimas promesas” (2 Pedro 1:4), haga un repaso mental sobre Canaán, Israel y las naciones; sobre Canaán en su desolación, Israel en su dispersión, y sobre las naciones en el abismo de la ignorancia mortal, y las oscuras y crueles supersticiones; y prostrado bajo el talón de hierro de tiranías asesinas y manchadas de sangre. Esto es verdaderamente un abismo sin fondo, del cual ni Israel ni los gentiles pueden liberarse. La fortaleza de Israel ha ocultado su rostro de ellos; por lo tanto, ellos están indefensos entre las naciones y no pueden “restaurar todas las cosas” (Hechos 3:21), ni regresar a su país. En cuanto a los pueblos paganos, papistas, protestantes y musulmanes su caso es igualmente desesperado como el de los judíos. Ellos gimen bajo el opresor armado, suspiran por “libertad, fraternidad e igualdad”; añoran la regeneración de la sociedad; pero en vez de mirar al cielo pidiendo liberación, maldicen a Dios y menosprecian sus leyes; y empuñando la espada pretenden efectuar el mejoramiento de la sociedad ¡por medio de hechos de sangre! El género humano aún no ha aprendido que la redención del mundo de todo mal corresponde a Dios; ni tampoco se dan cuenta –tal es la impenetrabilidad de la ignorancia humana—de que ellos no tienen ni virtud, conocimiento, poder, ni sabiduría suficiente para liberarse ellos mismos de sus propias miserias; ni para reconstituir la sociedad para la promoción de la felicidad de ellos mismos ni para la gloria y honra del Altísimo. No existe ningún hombre, ni ninguna combinación de hombres, bajo los cielos, que sea competente para la obra de la regeneración. Si las personas son incapaces de regenerarse a sí mismos, lo cual es indiscutible, ninguna asociación de personas, por multitudinarias que sean, puede renovar al mundo, y lograr que sea como debería ser. Que necesita regeneración es muy evidente para todos los “hijos de luz” (Juan 12:36); y que no puede de sí mismo concebir que esa necesidad es igualmente evidente para todos, excepto para aquellos que son de la noche. ¿Cuál, pues, es la esperanza del creyente en un mundo de sufrimiento extremo? Que “el testimonio de Dios” sea nuestro oráculo; y que él nos revele la ayuda que ha provisto, la liberación que está en reserva. En el testimonio se oye una voz dirigiéndose a las naciones con estas palabras: “Oídme, oh islas, y escuchad pueblos lejanos: Yahvéh me llamó desde el vientre; desde las entrañas de mi madre tuvo mi nombre en memoria. Y puso mi boca como espada aguda; me cubrió con la sombra de su mano. Y me dijo: Mi siervo eres tú, oh Israel: en ti seré glorificado”. ¿Necesita el lector que se le diga quién es este grande y poderoso, cuyo nombre fue mencionado por el Señor antes de que naciera? Oiga las Escrituras: “Y luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. ((Heb. Jehoshua, or Jehovah-tzidkenu, el Señor nuestra justicia)” (Lucas 1:30.31), “porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21). “Éste será grande y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre. Y reinará en la casa de Jacob para siempre, y de su reino no habrá fin” (Lucas 1:32-33). Pero él nació, y se marchó, y está oculto bajo la sombra de la mano del Señor; y no ha recibido el trono de David ni reina en Israel, quienes, aunque han de ser gobernados por él, “maldecirán a su rey y a su Dios, levantando el rostro en alto” (Isaías 8:21). Veremos cómo es esto. En el oráculo citado, el Señor Jesús, que hace proclamación a las islas de los gentiles, anunciándose a sí mismo como el Siervo de Yahvéh en quien él será glorificado. Pues bien, un siervo implica trabajo que se ha de realizar para, y a favor de, otro. Entonces, ¿qué obra, o servicio, tiene que ejecutar el Señor Jesús para el Padre? “He aquí, el Señor Yahvéh vendrá con poder, y su brazo gobernará por él; he aquí, su recompensa viene con él, y su obra está delante de él” (Isaías 40:10). Queremos saber cuál es esta obra. Escuchemos entonces lo que dice la palabra: “Ahora, pues, dice Yahvéh, el que me formó desde el vientre para ser su siervo, para hacer volver a él a Jacob”. (Isaías 49:5). Pero, ¿es la restauración de las tribus de Israel todo lo que él tiene que hacer? Descubriremos que no; porque Yahvéh dice de él: “Poco es que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob y para restaurar al remanente de Israel; “También te daré como luz a las naciones, para que seas mi salvación hasta el extremo de la tierra” (v. 6). Entonces, el Señor Jesús, el siervo de Yahvéh, está en reserva a la diestra de la Majestad en los cielos con ek propósito de una futura manifestación; no para destruir la tierra y quemar a los malvados, sino para cumplir los pactos de la promesa, poniendo fin a la desolación de Canaán, restaurando a las tribus a su tierra natal, re-estableciendo la mancocomunidad de Israel, instruyendo a las naciones, regenerando a la sociedad, llenando la tierra con la gloria del Señor, estableciendo su soberanía en el mundo, y recompensando a los santos. Todo esto se ha de efectuar cuando venga el Señor. El Dios de los padres se acordará entonces de los pactos que empezó a cumplir cuando sacó a Israel de Egipto guiados por Moisés, y cuando sacó a Jesús de Egipto en los días de Arquelao. Éstas eran las más importantes de cosas buenas que vendrán, en cuya manifestación serán perfeccionadas las promesas en cada detalle de la palabra. Éste es el sentido en que Jacobo [hermano del Señor, llamado también Santiago y autor de la “Epístola de Santiago”] entendió el testimonio de Dios. “Simón”, dijo él, “ha contado cómo Dios visitó por primera vez a los gentiles, para tomar de ellos pueblo para su nombre”. Entonces, citando las palabras de Amós, continuó: “Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David, que estaba caído; y repararé sus ruinas y lo volveré a levantar, para que el resto de los hombres (Edom) busque al Señor, y también todos los gentiles, sobre los que he invocado mi nombre, dice el Señor” (Hechos 15:14-17). Esto se adujo como una explicación para los judaizantes como prueba de que el Señor había aceptado a los gentiles así como a los judíos y bajo las mismas condiciones. Pero lo he incluido aquí para mostrar el ordenamiento de las cosas en relación con la obra que se ha de realizar; a saber, tomar un pueblo de entre las naciones para el nombre del Señor. Para cuando esto se haya realizado, el Señor regresará. Pare, ¿para qué dice el texto que él regresará? Para levantar el reino de David que está en ruinas. Pero, por otra parte, ¿qué propósito ulterior se ha de efectuar por medio de esta restitución? Que los gentiles abandonen sus decepciones para servir a Dios conforme a las instituciones de la era que viene. El pueblo para el nombre del Señor son los santos, o “herederos del reino”. Semejante institución requiere administradores; y por su naturaleza sólo hombres justos e inmortales pueden heredarlo, sobre el principio de la obediencia de fe. Ésta es una razón de por qué han pasado tantos siglos desde su promesa a Abraham hasta ahora. Si hubiese sido posible establecerlo en los días de Abraham, ¿dónde habrían estado los reyes y sacerdotes que se ajusten a lis requerimientos en vista que tendrán que gobernar s todas las naciones? Habría sido un reino sin gobernantes. De ahí que el evangelio, o alegres nuevas, ha sido predicado con el propósito de obtener reyes, sacerdotes y príncipes de toda categoría y grado para el reino, cuando llegue el tiempo en que el Dios del cielo lo establezca por la mano de su siervo, el Señor Cristo. Si un judío o un gentil aspiran a esta gloriosa asignación en la era que viene, “el galardón” es obtenible en base a la sencilla condición de creer en las cosas relacionadas con el Reino y el nombre de Jesucristo, y bautizarse, y de ahí en adelante caminar como corresponde a hombres que han de ser, no sólo gobernantes sino compañeros de Cristo y ejemplos para las naciones en justicia, equidad y fe. Sin embargo, el tiempo para reunir a la nobleza del reino está casi agotado. Ha sido continuo con la desolación de Jerusalén. Ésta sería “hollada por los gentiles hasta que se cumplan los tiempos de los gentiles” (Lucas 21:24). Estos tiempos están casi cumplidos. Sólo quedan unos pocos años más, y entonces “el tiempo aceptable y el día de salvación” habrán pasado. La puerta del reino estará cerrada, y nadie más puede obtener un derecho a entrar por ella. Los hombres que sobrevivan a algo peor que las plagas egipcias que vengan sobre ellos, podrán vivir en la era futura con la esperanza de la inmortalidad cuando la era haya pasado; pero en la gloria y honra del “dominio eterno” de Silo no tendrán parte ni suerte. EL SACERDOCIO DE SILO En el pacto eterno hecho con David, el hijo que se le prometió, que ha de sentarse en su trono y llevar su corona para siempre, también se le presenta como una víctima propiciatoria; como está escrito: “Al sufrir por la iniquidad, lo corregiré con vara de hombres y con azotes debido a los hijos de Adán” (2 Sam. 7:14). Así vierte el pasaje Adam Clarke. Está en estricto acuerdo con la verdad del caso y en conformidad con el testimonio que dice: “Ciertamente, él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores, y nosotros le tuvimos por azotado, herido por Dios y afligido. Mas él fue herido por nuestras transgresiones, molido por nuestras iniquidades; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus heridas fuimos nosotros sanados” (Isaías53:4, 5). Pero, como era un sacrificio por el pecado, ¿quién sería el sacerdote que entraría en el lugar Santísimo con su sangre para hacer expiación, o reconciliación, por su pueblo? Donde hay un sacrificio necesariamente debe haber también un sacerdote. Había sacerdotes ajo la Ley de Moisés que entraban en el lugar Santísimo con la sangre de los animales inmolados y la rociaban sobre la cubierta del arca llamado propiciatorio al cual miraban los rostros de los querubines. Pero la sangre del hijo de David no había de ser te por él o por el sumo sacerdote de la ley; y dondequiera que fuese presentado este memorial, sólo podía ser exhibido por un sumo sacerdote. El hijo de David no podía oficiar como sacerdote en la tierra mientras el pacto del Sinaí continuara la ley de la tierra; porque sólo se le permitía a la tribu de Leví ministrar en cosas sagradas. Él pertenecía a la tribu de Judá, “sobre cuya tribu nada habló Moisés tocante al sacerdocio” (Heb. 7:14). Él no pudo entrar en el templo después de su resurrección y presentarse ante el Señor en su lugar Santísimo; ni podía el sumo sacerdote levita entrar en el cielo con el memorial de la muerte de Silo. Entonces, ¿qué podía hacerse? El hijo de David debe aparecer personalmente, y como sumo sacerdote de una nueva ley ofrecerse ante Dios. Pero el pacto hecho con David, aunque habla de su hijo como un sacrificio, y, por implicación, de su resurrección y futura ocupación del trono para siempre; nada dice de él como sumo sacerdocio de su reino. De ahí que a fin de que pueda entrar en la presencia de su Padre divino como sumo sacerdote, y de ahí en adelante se siente como un sacerdote en el trono del reino de David, “la palabra del juramento” (Heb. 7:28) se dio para ese propósito. Esto era necesario, porque “nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón” (Heb. 5:4). El hijo de David fue llamado al sumo sacerdocio del reino de manera muy distinta a como lo fue Aarón para la misma honra bajo la ley mosaica. Él no se glorificó para ser hecho un sumo sacerdote; sino que se le dijo: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec” (Heb. 5:4-6; Sal. 110:4). Aquí, pues, hay dos órdenes del sacerdocio: El Orden de Melquisedec, y el Orden de Aarón. El de Melquisedec fue contemporáneo con Abraham; el de Aarón no fue instituido hasta 430 años después de la confirmación del pacto. De Melquisedec, el apóstol pudo haber dicho mucho más de lo que dijo; pero ha dicho suficiente para darnos una idea de su orden del sacerdocio. En esto era sin predecesor o sucesor, sin genealogía sacerdotal y sin principio de días oficiales, o término de vida; pero asimilado al Hijo de Dios. Sirvió como sacerdote continuamente; de quien también se testifica que vive (Heb. 7:3 y 8). El sacerdocio aarónico era el reverso de todo esto. Sus sacerdotes descendían de Aarón, sus madres eran de la tribu de Leví, sus padres en oficio delante de ellos, al cual ellos entraban a los treinta años, y lo dejaban a los cincuenta. Pero el sacerdocio de Silo no es así. Su genealogía es de realeza; no sacerdotal. Él no tuvo predecesor, ni jamás dejará el oficio para que otro pueda tomar su lugar. Es probable que Sem haya sido el Personaje a quien Abraham le pagó diezmos al regreso de la matanza a los reyes. Abraham murió treinta y cinco años antes de que Sem llegara a sus quinientos dos años después del diluvio. En esta fecha, Isaac tenía ciento diez, y Jacob 50; así que ellos eran contemporáneos con Sem por estos períodos de sus vidas. En las Escrituras no hay relato de la muerte de Sem; por el contrario, se testifica, como hemos visto, que la persona llamada Melquisedec aún vive. Pues bien, Melquisedec es una palabra expresiva del carácter de la persona que lo lleva. Significa rey de justicia, o rey justo. Fue el más grande rey de Canaán, y gobernó en Salem , que significa paz, y después se le llamó Jerusalén; de modo que este justo rey, era rey de paz. Sem, rey de justicia y rey de paz, y sacerdote del Dios Altísimo, es la representación, contemporánea con poseedor de las promesas de la Simiente, o Cristo, en el trono del Reino de Dios. La palabra del juramento dice: “He jurado y no me arrepentiré: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Sal. 110:4), “pues cambiado el sacerdocio, necesario es que se cambie también la ley” (Heb. 7:12) del Estado. Ninguna revolución fue más completa y radical que el que era necesario debido a la substitución del de Melquisedec para el sacerdocio aarónico de la mancomunidad de Israel. Bajo el código mosaico, los oficios regios y pontificios estaban divididos y los poseían dos distintas órdenes de hombres. El regio, o de realeza, era hereditario en la familia de David, y el pontificio era hereditario en la familia de Aarón; pero cuando sea promulgado, aquello, a saber, que ha de “salir de Sión”, cuando Cristo dé paz al mundo, y juzgue entre las naciones, los oficios regio y sacerdotal serán unidos y sus funciones serán ejercidas por una persona, es decir, Jesús, “que es Rey de Justicia y Rey de Paz, el Sumo Sacerdote del Altísimo, como lo fue Melquisedec, Jesús, el Sumo Sacerdote, heredará el trono de David en virtud del pacto hecho con él. Si no hubiese habido ningún otro juramento que el hecho a Abraham, y éste con David, el hijo de David no habría podido ser un sacerdote en su trono; pero habiendo venido la palabra el juramento, el trono y el pontificado del reino se convierten en el derecho de Cristo, el Señor. SILO HA DE EDIFICAR UN TEMPLO En el pacto eterno hecho con David, el Señor declara acerca de su hijo inmortal, diciendo: “Él edificará casa a mi nombre” (2 Sam. 7:13). David deseaba ejecutar esta gran obra nacional, pero le fue prohibido. Después fue llevada a cabo por Salomón, y en esto él tipificó eminentemente a “uno mayor que Salomón”, que ha de construir un edificio semejante, sólo que a una escala inmensamente más magnífica. Esto se evidencia en el siguiente testimonio. Después de que el templo de Salomón quedó convertido en ruinas, y cuando los judíos, después de su regreso de Babilonia, estaban erigiendo uno nuevo sobre el sitio del antiguo, vino la palabra del Señor al profeta, diciendo: “He aquí el varón cuyo nombre es EL RENUEVO, el que brotará de su lugar y edificará el templo de Yahvéh. Él edificará el templo de Yahvéh, y él llevará la gloria, y se sentará y dominará en su trono… y los que están lejos vendrán y reedificarán el templo de Yahvéh” (Zac. 6:12, 13, 15). Que el lector acuda a los textos a continuación, y no tendrá ninguna duda sobre quién es la persona llamada el Renuevo (Zac. 3:8; Isaías 11:1; Jer. 23:5; 33:15; Apoc. 22:16). Entonces, el Melquisedec Hijo de David ha de edificar el Templo del Milenio en Jerusalén para el nombre de Yahvéh; y como los gentiles tirios ayudaron a Salomón a levantar su edificio, así también aquellos que están lejos de Jerusalén, donde se entregó la profecía, han de cooperar en la erección del templo de Silo, el cual ha de ser “una casa de oración para todos los pueblos” (Isaías 56:7), “cuando Yahvéh extienda los cielos, y funde la tierra y diga a Sión: Pueblo mío eres tú” (Isaías 51:16). Si el lector desea saber más sobre el templo que ha de construir Silo en Jerusalén, puede consultar en Ezequiel (Ezeq. 40:41, 42). La descripción viene entre la batalla de Armagedón, en la cual la imagen de Nabucodonosor es desmenuzada en los montes de Israel, y la tierra brille con la gloria del Señor. Los primeros nueve versículos del capítulo cuarenta y tres muestran que la era del templo descrita es cuando Silo “habite entre los hijos de Israel para siempre; y nunca más profanará la casa de Israel mi santo nombre” (Ezeq. 43:7). Esto es concluyente; para siempre desde su éxodo hasta el presente ellos han incesantemente profanado el nombre del Señor. Pero la profecía contempla un período en que ellos “no lo harán más”. Cuando el Señor Jesús se siente en el trono de su padre David, como sumo sacerdote de la nación, y haya dedicado el templo del Altísimo, ¿entonces qué pasará? “Vendrán muchos pueblos y dirán: Venid, y subamos al monte de Yahvéh, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará acerca de sus caminos, y caminaremos por sus sendas” (Isaías 2:3). “Y a los hijos de los extranjeros que siguen a Yahvéh para servirle y que amen el nombre de Yahvéh para ser sus siervos, a todos los que guarden el día de reposo para no profanarlo y se aferren a mi pacto, yo los llevaré a mi santo monte y los llenaré de gozo en mi casa de oración; sus holocaustos y sus sacrificios serán aceptados sobre mi altar” (Isaías 56:3-7). Y “no habrá más mercader alguno en la casa de Yahvéh de los ejércitos” (Zac. 14:21). EL NOMBRE DE JESUCRISTO Si he tenido éxito al tratar de causar una impresión distinta en la mente del lector referente a la naturaleza del “reino de Dios y su Cristo”, y esa impresión ha originado si dentro de él un deseo de saber qué debe hacer para heredarlo, lo que corresponde ahora es dirigir su atención a las cosas del nombre de Cristo. Éste es un tema que ocuparía muchísimo espacio si se dijera todo lo que es provechoso. Sin embargo, me encuentro más restringido a limitarme a un simple bosquejo, que el lector debe completar en mejor grado como resultado de su propia investigación. El nombre de Jesucristo abarca todo lo que se afirme de él; y, por lo tanto, el resumen de su carácter como profeta, sacrificio, sacerdote, y rey. De ahí que para entender su nombre debemos saber qué se ha testificado sobre él en la ley, los profetas, los salmos, y los apóstoles. En el Antiguo Testamento podemos llegar a familiarizarnos con el nombre Silo. Esto es absolutamente necesario; porque a menos que clase de persona había de ser Cristo, cuando aprendamos acerca del nombre de Jesús tal como lo describen los apóstoles, ¿cómo podríamos decir que el nombre de Cristo tal como se da a conocer en los profetas y en el nombre de Jesús es el nombre de la misma persona? Pero comparando la historia apostólica con el testimonio de la profecía, podemos confesar inteligentemente que “Jesús de Nazaret es el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Entonces, éste es un primer principio del nombre de Jesús. Admitir que él es el Silo, y que todo lo que se predijo acerca de Silo se aplica únicamente a él. Pues bien, hay ciertas cosas que se afirman de Jesucristo, cuya creencia es sumamente esencial para constituir al creyente en un heredero del reino. Estas cosas se relacionan con Jesús como una ofrenda por el pecado. Él murió, fue sepultado y resucitado. Estos son hechos. Pero, ¿cuál es el verdadero significado, o doctrina, de estos hechos? “Él fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4:25), es decir, para la justificación de aquellos que creen en el evangelio del reino. Es un craso error suponer que la creencia en la parte expiatoria del nombre de Jesucristo es suficiente para la salvación. La salvación en el reino no se promete a aquellos que sólo creen que Jesús es el Hijo de Dios, que murió y resucitó para el pecado. Es igualmente necesario creer en las promesas de los pactos; no más que eso, pero igualmente importante; porque si uno cree en las cosas del reino, pero rechaza el sacrificio de Jesús y su resurrección, no podría ser salvo. El evangelio se debe tomar como un todo, y no dividirlo en porciones y seleccionar una o dos partes que se acomoden al gusto de una persona, y hacer a un lado el resto como si no fuera importante ni esencial. Sin el ingrediente expiatorio del nombre, no habría ningún medio de justificación por medio del nombre; no obstante, Jesús como una ofrenda por el pecado no es el fin de la fe, sino un medio para el fin, el cual es la herencia del reino con él en toda su gloria. Un enfoque muy circunscrito y superficial del evangelio es el que se encuentra declarado en estas palabras: “Cristo murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Cor. 15:3, 4). La palabra “nuestros” por quienes murió Cristo se refiere a aquellos que creen en el evangelio del reino, no a los que lo ignoran; o, como lo expresa el apóstol, aquellos “que retienen la palabra que os he predicado” (1 Cor. 15:2). ¿Qué palabra? Aquella que él enseñó durante un año y seis meses; y que él predicó dondequiera que iba. La palabra referente a “la esperanza de Israel”, por cuya causa fue llevado prisionero a Roma; y que los judíos escucharon pacientemente (Hechos 18:4) mientras él no mencionara el nombre de Jesús; pero cuando lo hizo, se opusieron y blasfemaron (Hechos 18:5, 6, 11). Como se le hace decir al apóstol en la versión común [Versión Rey Santiago] que él “enseñó en primer lugar” (o “primeramente”) la muerte y la resurrección de Cristo (1 Cor. 15:3), personas que no conocen más que su lengua materna, concluyen que el sacrificio de Jesús por el pecado fue lo primero que se habló, ¡y que eso es el evangelio mismo! Pero el apóstol no escribió “en primer lugar”; sus palabras son εν πρώτοις, es decir, entre las cosas principales. ¿Y por qué él evoca a las cosas mencionadas en los versículos 3 y 4 en preferencia a las otras cosas que él enseñó? Porque él estaba a punto de refutar la idea platónica que algunos enseñaban en Corinto, a saber, “que no hay resurrección de los muertos”; y para refutarla era necesario recordarles que él les había predicado sobre la muerte expiatoria y la resurrección de Jesús; que entonces todo sería una fábula si no había una futura resurrección como decían ellos, porque “ya se efectuó” (2 Tim. 2:18). “Si Cristo no resucitó”, les dijo él, “vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados. Entonces también los que durmieron en Cristo han perecido” (1 Cor. 15:17-18). Tres cosas habían de predicarse en el nombre de Jesucristo a los que creían en las promesas hechas por Dios a los padres. Éstas eran, primero, arrepentimiento; segundo, remisión de pecados; y, tercero, vida eterna (Lucas 24:44-47; Juan 20:31). Predicar el reino en el nombre de Jesucristo era declarar las cosas de relacionadas con él, y ofrecerlas a todos los que quisieran ser objetos de arrepentimiento y remisión de pecados en su nombre. Ni “carne y sangre“ ni “pecadores” pueden heredar el reino de Dios (1 Cor. 15:50). Estos son principios fundamentales. Pero, ¿por qué no? Porque “el reino no será dejado a otro pueblo” (Dan. 2:44), y porque aquellos que lo hereden han de poseerlo para siempre. Pues bien, “carne y sangre” es mortal; ¿cómo puede entonces la mortalidad heredar la inmortalidad? Es una imposibilidad física. En otras palabras, un hombre que vive sólo [aprox.] setenta años, no puede ejercer un oficio durante mil años; él debe ser hecho imperecedero antes de que pueda retenerlo para siempre. Además, es una imposibilidad moral que los pecadores posean el reino, porque la ley del reino es que “el que gobierna a los hombres debe ser justo, gobernando en el temor de Dios” (2 Sam. 23:3). Es la herencia de los santos, a los cuales el Señor no les imputará pecados. Por lo tanto, dos cosas son indispensables antes de que judíos o gentiles puedan heredar el reino: Primero, una purificación moral; y segundo, una purificación física, o corpórea. La primera está comprendida en la obediencia en la obediencia a la verdad; la segunda, por medio de una resurrección a vida. Pues bien, el arrepentimiento que resulta por creer en el evangelio del reino no es “dolor por el pecado”; ni contiene la menor amargura o remordimiento de sentimiento en él. La palabra de la Escritura traducida como arrepentimiento es μετάνοια, y significa un cambio de pensamiento y propósito. Cuando se produce semejante cambio de pensar por creer en la verdad, es una disposición y forma de pensar tal como caracterizó a Abraham quien es el modelo de la fe y temple que precede a la justificación en el nombre del Señor. Sin embargo, un cambio de pensamiento y propósito, por “evangélico que sea, se concede sólo por arrepentimiento en el nombre de Jesucristo. Es decir, aunque un creyente del evangelio del reino posea este estado de pensamiento y disposición de niño, él no sería considerado en arrepentimiento como en Jesús hasta que el nombre de Cristo sea nombrado sobre él conforme a ”la ley de la fe”. No importa cuánto ame una mujer a un hombre, ella no es su esposa, y por lo tanto no tiene derecho a ninguno de los beneficios que él puede conferir hasta que ella tome sobre sí el nombre de él conforme a la ley. El nombre de Cristo lo consume todo. “Completos en él” (Col. 2:10). Pero fuera de él todo es imperfecto. La fe es inconclusa, y el cambio de pensamiento y disposición es incompleto, hasta que el creyente en el evangelio del reino tome sobre sí el nombre de Cristo. En el momento de hacer esto, su fe le es contada por justicia, o remisión de pecados pasados; y su cambio de pensamiento y disposición le es concedido por arrepentimiento. Pero un derecho a comer del árbol de la vida el paraíso de Dios también se imparte al creyente por medio del nombre de Cristo. La eficacia vivificante de su nombre se deriva de su resurrección como las primicias de los que duermen. Si Jesús no hubiese resucitado de entre los muertos, los hombres no podrían haber obtenido un derecho a la vida eterna por medio de su nombre. Ésta es la doctrina de los apóstoles y los profetas. Un sacrificio que no hace resucitar es sólo una propiciación temporal por el pecado. Ésta era la naturaleza de los sacrificios bajo la ley mosaica. De ahí que la ley no tenía vitalidad en ella. “Porque si la ley dada pudiera vivificar, la justicia sería verdaderamente por la ley” (Gál. 3:21). Pero esto era imposible. Moisés era el mediador del pacto del Sinaí. Murió y el Señor lo sepultó; pero no hubo ningún testimonio añadido de su resurrección; y aunque él vive (porque él se apareció a Jesús en el monte), fue después de que la ley entró en vigencia. Por lo tanto, la ley mosaica es sólo un ministro de muerte y maldición. Pero Jesús murió y resucitó, y vive para siempre. De ahí que el evangelio en su nombre y el nuevo código que desde entonces ha de ser promulgado desde Sión son eficaces para el otorgamiento de un derecho a vida eterna para todos los que creen por medio de su nombre. Mientras un creyente se halle fuera de Cristo, él está en sus pecados; y mientras esté en sus pecados, está bajo sentencia de muerte, porque “la paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23). Sin embargo, tan pronto como sus pecados son perdonados, por medio del nombre de Cristo, en el acto del perdón él deja de estar bajo sentencia de muerte; y como no hay una posición intermedia o neutral, él queda bajo sentencia de vida, y se regocija en la esperanza del reino de Dios. De este modo, Jesucristo ha abolido la muerte y trajo vida e incorruptibilidad a la luz por medio del evangelio del reino (2 Tim. 1:10). No hay otro modo de obtenerlas más que por medio de su nombre, y por la resurrección de entre los muertos; o, por un cambio en un abrir y cerrar de ojos si están vivos cuando se establezca el reino. Ésa es la doctrina de Cristo en contraste con la vana filosofía de Platón Los admiradores de este especulador pagano contienden por la inmortalidad hereditaria de una esencia inmaterial, innata en la carne de pecado, mientras que el Señor Jesús ha dado a conocer que la vida e incorruptibilidad son atributos del reino de Dios, que sólo pueden obtener los que son considerados dignos en los principios del evangelio para heredarlo Resumiendo, la vida incorruptible es parte del galardón de los justos; y en ninguna parte de la Biblia se predica o se promete la inmortalidad a los hombres que mueren en sus pecados. Fuera de Cristo no hay inmortalidad. ARREPENTIMIENTO EN EL LECHO DE MUERTE Y EN LA CÁRCEL Por “la gran salvación” se da a entender la liberación del sepulcro por medio de una resurrección a vida y una participación en el reino de Dios. Como hemos visto, esto se basa en la fe en las promesas hechas a los padres, una disposición abrahámica, el bautismo en el nombre de los Santos, y la fe perfeccionada por las obras. En otras palabras, la salvación se promete sólo los que caminan en los pasos de la fe de Abraham. Negar esto es negar el testimonio de Dios. Su propio Hijo no fue exaltado hasta que fue perfeccionado por el sufrimiento. “El que crea y sea bautizado será salvo; pero el que no crea será condenado” (Mar. 16:16). Esta declaración oficial nunca ha sido revocada; por lo tanto, es tan válida y sin excepción alguna como cuando salió de los labios del Hijo de Dios. Pues bien, en vista de esta verdad irrefutable, ¿qué diremos de aquel sistema que propone seguridades del “cielo” a hombres de vida mundana, sensual y diabólica, cuando ellos se hallan prisioneros de alguna enfermedad y presos en las garras de la ley? Cuando la muerte los mira de frente, sus “guías espirituales” los exhorta a ”hacer la paz con Dios”; e incluso cuando se preparan para el patíbulo los “capellanes castrenses” les enseñan a esperar encontrarse en el cielo con sus compañeros criminales; y que al participar del “sacramento” ¡están preparando su alma ”para comparecer ante su Dios”! ¿Y en base a qué se fundamenta todo este consuelo que da la religión? En una terrible aprensión del azufre derretido y flameante en la caldera del infierno, y se enseña a los “penitentes” que su “alma inmortal” será arrojada dentro de ella por Dios, y que allí serán atormentadas por el Diablo por toda la eternidad. ¡Un capellán castrense en Coventry literalmente quemó la mano a una presa con la llama de una vela como un anticipo de sus torturas después de la muerte si no se arrepentía! ¡Éste era su plan para proceder a la “cura de su alma”! Pero si alguna enfermedad, o el crimen, no hubieran capturado a los “penitentes”, su carrera aún habría continuado en iniquidad. Descubrir que no hay escape de la muerte, ni por medio de la horca o por el método común, su audacia e impiedad quedan suspendidas. La seguridad clerical les ha inculcado que el Señor les está “esperando para ser misericordioso”; a ellos se les habla del ladrón que fue clavado en la cruz; y son engañados por la falsedad de que “mientras la lámpara se mantenga encendida, el más vil pecador puede regresar”. Todo está listo, la fiesta del evangelio está preparada y nada falta excepto que ellos crean que Cristo murió por ellos, que lamenten por el pasado, se declaren en paz con Dios y con todo el género humano y oren pidiendo perdón por medio de Jesucristo. De este modo, los “guías espirituales” del pueblo los absuelven enviándolos a perdición. ¡Una idea errónea, impulsada por el terror y las persuasiones de ellos, se les propone como un punto de partida para toda una vida de impiedad y crimen! ¡Qué vil criterio deben tener estos hombres del Dios de quien pretender ser sus ministros! Sus “consuelos” son absoluta blasfemia y falsos de principio a fin. ¿Acaso deberían estar sorprendidos ante la poca impresión que causaron en la mente del público con su predicación; y que el género humano está aumentando en infidelidad? Los millones, aunque ignorantes, no son tontos? “¿Qué necesidad tenemos”, dicen ellos, “de molestarnos con la religión? Podemos ser absueltos en media hora por las ofensas de una larga vida de pecados”. Son los predicadores los que convierten a los hombres en infieles por los disparatados absurdos que ellos predican en el tan abusado nombre del cristianismo. Pero lo peor, y la más repulsiva forma de blasfemia ministerial se muestra en los consuelos del capellán castrense. Éstos son una notable manifestación de ignorancia clerical de la letra y el espíritu de la verdad. La Escritura dice que “ningún homicida tiene permanentemente vida eterna en él” (1 Juan 3:15), y que incluso “todo aquel que aborrece a su hermano es homicida”, y en consecuencia, queda más allá del límite de la misericordia. El asesinato sólo puede ser perdonado por medio de una fe en la verdad que actúa por amor y purifica al corazón, y se perfecciona por medio de la obediencia. Si después de esto, el creyente cae de la gracia de Dios, y aborrece y mata a su hermano, no tiene perdón de Dios. ”No verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36). Rociar con agua la cabeza de infantes y llamarle a eso bautismo cristiano, absolver réprobos a las puertas de la muerte, y llamarle a eso arrepentimiento; y sepultar en la tierra sus nauseabundos cadáveres con una repetición de la “oración común” leída miríadas de veces y llamarle a esto entierros cristianos; seguramente hay superabundantes razones para concluir, incluso si fuéramos ignorantes de la verdad misma, que tanto los sacerdotes como el pueblo están engañando y siendo engañados. Llamar religión de Cristo al popular sistema de religión que nos rodea, es no sólo un nombre impropio, sino una imputación a la sabiduría de Dios. Aspersión a los infantes, arrepentimientos en el lecho de muerte, y “entierros cristianos”, como se les denomina, no son más que invenciones humanas. Pertenecen a la apostasía, y no son parte de las cosas del “Reino de Dios y del Nombre de Jesucristo”. Si un hombre sirve a los deseos de su carne durante toda su vida, ningún remordimiento, o resolución en un lecho de muerte servirá en lo más mínimo. “El que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; porque todo lo que el hombre siembre, eso también segará” (Gál. 6:7, 8). Y además: “Porque el ánimo carnal es muerte” y “los que viven según la carne no pueden agradar a Dios”; y “si vivís conforme a la carne, moriréis” (Rom. 8:6, 8, 12). Éstos son testimonios que, en pocas palabras, muestran que no hay salvación para un hombre que se satisface a sí mismo todos los días de su vida, y cuando ya no puede más con el mundo, ofrece a Dios las sobras de su existencia. Es como comer toda la carne de un plato y arrojarle el hueso al amigo. Si él se siente insultado, ¿en qué grado consideraría Dios un trato similar a su Majestad? ¿No rechazaría con desdén de su presencia al hipócrita, y con justa razón? Es debido a estas abominaciones que los juicios de Dios están cayendo sobre las naciones. Iniquidades ministeriales y populares han traído la pestilencia a este pueblo; y guerra y hambre a otros. Éstas no son más que el comienzo de dolores. La tormenta actual puede amainar, pero sólo para juntar fuerza para barrer de su presencia a todos los refugiados de mentiras. “¡Ay del mundo por los tropiezos!” (Mateo 18:7). En páginas anteriores me he esforzado por mostrar al lector lo que es la verdad. No he avanzado nada, que yo pueda recordar, excepto “la ley y el testimonio” que he presentado como respaldo. Que él contemple los paisajes de la moral del mundo a la luz de la verdad y verá las tinieblas de manera visible. Él verá sus colgaduras hechas jirones, y sus andrajos podridos cayendo en pedazos. Su cortinaje está partido desde la cúpula hasta su base; y su estructura es como un muro inclinado y una cerca tambaleante. No hay seguridad bajo su techo. Incluso los búhos y los murciélagos de sus grietas están presos del pánico. Entonces, salga, estimado lector, y abandone la guarida, infelizmente usted reside ahí. Crea la verdad por lo que es, y obedézcala; y si se queda solo, tenga valor. Hay más verdadera satisfacción en saber y poder probar la verdad y en contender por ella sin ayuda que en toda la honra y el gusto que se deriva del aplauso de los hombres, o la abundancia de los bienes del mundo que pueda poseer alguna persona. Si los justos “con mucha dificultad puede ser salvo”, ¿qué probabilidad hay para el impío y el pecador; y si el juicio comenzó por la casa de Dios durante las persecuciones que sufrió, “¿cuál será el destino de aquellos que no obedecen el evangelio de Dios?” (1 Pedro 4:17). No sean engañados por las tradiciones de los gentiles, escribas y oradores. Sus ministerios no tienen vitalidad en ellos y dejan a sus rebaños abandonados con su difícil situación, “muertos en delitos y en pecados” (Efe. 2:1). Por lo tanto, “salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y yo seré para vosotros Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Cor. 6:17-18). (más material por venir) |