Elpis Israel - Capítulo 4 (continuación)

 

Entonces el apóstol habla de dos sentencias, las cuales son coextensivas, pero no coetáneas en su conexión con el género humano. Una es la sentencia de condena, que relega a “los  muchos”, tanto creyentes judíos como gentiles, al polvo de la tierra; la otra es una sentencia que afecta a los mismos “muchos”, y los rescata de la tierra para no volver allí nunca más. De ahí que se diga de los santos: “el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu [da] vida a causa de la justicia” (Romanos 8:10-11); “porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos [---------------------------]. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden; Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida” (1 Corintios 15:21-23). Es obvio que el apóstol no está escribiendo acerca de todas las personas de la raza humana; sino que sólo de esa porción de aquellos que llegan a ser receptores de “una justificación de la vida” [--------------------]. Es cierto que todos los hombres mueren; pero no es cierto que todos ellos sean receptores de justificación. Aquellos que son justificados son “los muchos” […………………] que están beneficiados a vivir para siempre. De los otros hablaremos más adelante.

 

La sentencia a justificación de vida es por medio de Jesucristo. Al ser hecho un sacrificio por el pecado por medio del derramamiento de su sangre en la cruz, él quedó establecido como un propiciatorio salpicado de sangre en beneficio de todos los creyentes en el evangelio del reino, que tengan fe en esta remisión de pecados por medio del derramamiento e su sangre. “El cual [Jesucristo] fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25); es decir,  para el perdón de aquellos que creen en el evangelio; como está escrito: “El que creyere [en el evangelio] y fuere bautizado, será salvo” (Marcos 16:15, 16). De ahí que “la obediencia de fe” (Romanos 1:5) constituye la condición de la justicia; y esta obediencia implica la existencia de una “ley de la fe” como está atestiguado por la de Moisés, que es “la ley de las obras” (Romanos 3:27, 21). La ley de la fe le dice a aquel que cree en el evangelio del reino: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre  [--------------] de Jesucristo para perdón de los pecados” (Hechos 2:38).

 

Este es un mandato que enfrenta un hombre como en una línea divisoria entre el Estado de Pecado y el Estado de Justicia. La obediencia de fe encuentra expresión en el nombre de Jesús como “el propiciatorio por medio de la fe en su sangre”. De ahí que el apóstol diga a los discípulos en Corinto: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No os dejéis engañar: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores heredarán el reino de Dios. Y estos erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados […………………………………….] en el nombre […………………………] del Señor Jesús, y por el Espíritu […………………………..] de nuestro Dios” (1 Corintios 6:9-11). De este modo, el Espíritu, que está establecido para el evangelio del reino y del nombre, renovó a estos miserables; la ley divina y el testimonio certificados por el espíritu con señales, prodigios y diversos milagros y dones ((Hebreos 2:3, 4), y creídos con plena seguridad de convicción que actuaron en ellos por medio del amor a desear y hacer –-lo que ocasionó que ellos fueran—“lavados en el nombre” para ser “santificados en el nombre” y para ser “justificados en el nombre de Jesucristo”.

 

Debe ser claro para cualquiera, no contaminado por una vana y engañosa filosofía, que ser lavado en un nombre es imposible, a menos que la persona tenga fe en el nombre, y esté dispuesto de algún modo a ser sumergido en agua. Ahora bien, cuando alguien es “lavado en el nombre de Jesucristo”, hay tres testigos del hecho, por cuyo testimonio se establece todo. Éstos son el espíritu, el agua y la sangre, y todos concuerdan en una sola declaración. Jesucristo fue manifestado por el agua en su bautismo (Juan 1:31); y por la sangre en su muerte; y por el espíritu en su resurrección. Por lo tanto, el espíritu que es la verdad [……………………………….], y el agua, y la sangre, o la verdad referente al Mesiazgo, al carácter expiatorio, y a la resurrección de Jesús, constituyen los testigos que dan testimonio de que un hombre está sujeto a la justicia de Dios” (Romanos 1:17; 3:21, 22, 25, 26) que se halla en el evangelio de su reino. El testimonio de estos testigos se denomina “el testimonio de Dios”, el cual tiene todo creyente en el reino y en el nombre como “el testimonio en sí mismo” (1 Juan 5:6-10).

 

Entonces, el agua es el medio por el cual se produce el lavado. Pero, aunque el agua está tan accesible en todas partes del mundo donde se ha predicado el evangelio, es uno de los elementos más difíciles bajo el cielo para usarlo a fin de lavar a alguien en el nombre de Jesucristo. ¡Cómo!, dirá alguno, ¿es difícil lograr que alguien se zambulla en el agua como un acto religioso? No; es muy fácil. Miles de personas de la sociedad entran en el agua por razones sin fundamento. Pero entrar en el agua, y pronunciar ciertas palabras sobre la persona, no es lavar en el nombre. La dificultad se halla, no en lograr que las personas se zambullan, sino en lograr primero que crean en “el evangelio del reino de Dios y en el Nombre de Jesucristo” (Hechos 8:12), o, en las “preciosas y grandísimas promesas”, únicamente por la fe en las cuales  ellos pueden llegar a ser “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). Sin fe en estas cosas, no hay verdadero lavado, ni santificación, o purificación de la contaminación moral, y ninguna constitución de la justicia por medio del nombre de Jesús para los hijos de los hombres; porque, dice la Escritura: “Sin fe es imposible agradar a Dios”.

 

Fue la eficacia renovadora en las preciosas y grandísimas promesas de Dios creídas con toda seguridad, lo que cambió a los disolutos y depravados corintios en “santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos”; de los cuales se ha testificado que “oyendo, creían y eran bautizados” (Hechos 18:8). Ahora bien, él escribe a estos creyentes bautizados y les dice que “al que no tenía pecado,  [Dios] por nosotros lo hizo […………………….] pecado [es decir, carne de pecado], para que nosotros llegásemos a ser […………………….] justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21); de modo que siendo introducidos en él (porque ninguno puede estar en una persona representativa a menos que haya sido introducido en él), el crucificado y resucitado Jesús llegó a ser “El Señor, justicia nuestra” (Jeremías 23:6); como está escrito: “Mas por él estáis vosotros [corintios] EN Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho [……………..] por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Corintios 1:30). De modo que quienquiera que esté en él, se dice que está “completo en él”; en el cual es circuncidado “al despojaros del CUERPO PECAMINOSO de la carne”, es decir, todos los pecados pasados son sepultados con Cristo en el bautismo, del cual el bautizado también emerge con él por medio de la creencia en el poder de Dios manifestado en que él lo resucitará de entre los muertos (Colosenses 2:10-12).

 

Ahora bien, debido a que los inconstitucionales, o injustos, no pueden heredar el reino de Dios; la ley revelada dice: “Debes nacer de nuevo”, porque el Rey dice: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. Esta declaración es ininteligible para aquellos cuya forma de pensar está dirigida por la carne. Ellos no pueden comprender “cómo puede ser esto”; y aunque profesan ser “Maestros de Israel”, “Licenciados en Letras”, “Bachilleres”, y “Doctores en Teología”, y “Doctores en “Derecho Civil y Canónico”; ellos están tan perplejos sobre el tema de “nacer de nuevo” como Nicodemo mismo. Pero para aquello que entienden “la palabra del reino”, estas “cosas celestiales” son distinguibles por la obviedad y simplicidad de la verdad. Nacer de nuevo, como lo expone el Señor Jesús, es nacer del agua y del espíritu”; como está escrito: “El que no naciere de agua […………………….]y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:3-10). Esto es seguramente muy explícito y muy inteligible, ¿quién no puede entender esto, a menos que se oponga voluntariamente a recibirlo?

 

El Nuevo Nacimiento, así como el antiguo nacimiento de la carne, no es un principio abstracto, sino un proceso. Empieza con el engendramiento y termina con el renacimiento. Un hijo de Dios es un carácter que se ha desarrollado a partir de la “simiente incorruptible (1 Pedro 1:23) de Dios, sembrada en la tabla de carne del corazón (Mateo 13:19; 2 Corintios 3:3). Cuando se recibe esta semilla, o palabra del reino, empieza a desarrollarse en una persona hasta que se convierte en un creyente de la verdad. Cuando las cosas han llegado a esta etapa, ella es una persona transformada. Ha adquirido una nueva forma de pensar; porque piensa en armonía con los pensamientos de Dios según se ha revelado en su ley testimonio. Se ve a sí misma, y al mundo que la rodea, bajo una nueva perspectiva. Se ha convencido del pecado, y experimenta una aversión hacia las cosas en las que anteriormente se deleitaba. Sus ideas, disposición, su temperamento y predilecciones se han transformado. La persona es ahora humilde, sincera como un niño, receptiva a la enseñanza, y dispuesta obedientemente; y su única preocupación es conocer lo que Dios espera de ella. Habiendo verificado esto, la lleva a cabo; y al hacerlo, ha “nacido de agua”. Habiendo sido engendrado por el Padre por medio de la palabra de verdad (Santiago 1:18) y nacido de agua, la primera etapa del proceso se ha completado. La persona está constitucionalmente “en Cristo”.

 

Cuando nace un niño, lo siguiente es educarlo en el camino que debería seguir, para que cuando sea adulto no se parte de él. ‘Este es también el sistema de Dios en relación con aquellos que nacen de agua en su familia [de Dios] en la tierra. Él los disciplina y los pone a de agua por el poder de la verdad; y del sepulcro por el poder físico del espíritu; pero todas las cosas de Dios por medio de Jesucristo el Seprueba a fin de que él pueda “exaltarlos en el debido tiempo”. Habiendo creído en el evangelio y se ha bautizado, se requiere que esta persona “ande como es digno de la vocación”, o llamamiento, “con que fuisteis llamados” (Efesios 4:1), para que de este modo sea “considerado digno” de “nacer del espíritu”, y pueda llegar a ser “espíritu”, o un cuerpo espiritual; y de esta forma pueda entrar en el reino de Dios y coronado con “gloria, honra e inmortalidad”, y vida (Romanos 2:7). Por lo tanto, cuando semejante creyente sale de la tierra por medio de una resurrección de entre los muertos, el espíritu de Dios, dirigido por el Señor Jesús, primeramente abre el sepulcro y lo forma a la imagen y semejanza de Cristo; y entonces le da vida. En ese momento es una persona incorruptible y viviente, “semejante a los ángeles”, y, como ellos, está capacitado para reflejar  la gloria de Aquel que lo creó. Éste es el fin del proceso. Él es ahora como Jesús mismo, el gran ejemplo de la familia de Dios, nacido de agua por el poder de la verdad; y del sepulcro por el poder físico del espíritu; pero todas las cosas de Dios por medio de Jesucristo el Señor.

 

Según se ha descrito, los pecadores son transformados en santos, y ese es el único camino; su conversión es el resultado de la influencia transformadora influencia del “testimonio de Dios”. A aquellos que no les importa “la ley y el testimonio”, y que sin embargo afirman ser santos y “maestros del misterio de la divinidad”, pueden oponerse totalmente a esta conclusión porque “al decir esto, también nos condenas a nosotros”. Pero la verdad no hace acepción de personas; y aunque las palabras de Dios declaran que los hombres son “renovados por el conocimiento”, y “ajenos de la vida de Dios por la ignorancia”, yo me siento inexpugnablemente atrincherado en la posición que he asumido aquí. Conforme a la constitución del intelecto humano, el conocimiento de la verdad debe preceder a la creencia en ella. No hay excepción a esto. Si se se pueden citar casos como excepciones, entonces la fe es espuria y no es aquella en la que se complace Dios. Es credulidad, la fe en la opinión, como la que caracteriza a la filosofía espiritual de la época.

 

Finalmente, la acción que se requiere de un pecador renovado por la constitución de la justicia, para que pueda ser incorporado a Cristo, y de esta forma, y así “la justicia de Dios se constituya en él”, es una sepultura en agua para muerte. La energía de la palabra de verdad es doble. Hace a un hombre “muerto al pecado” y “vivo para Dios”. Ahora bien, como Cristo murió al pecado una vez y fue sepultado, así también el creyente, habiendo muerto al pecado, debe ser sepultado; porque después de la muerte, viene la sepultura. La muerte y sepultura del creyente están conectadas con la muerte y sepultura de Cristo por medio de la fe individual en el testimonio referente a ellos. De ahí que se dice ser “muerto juntamente con Cristo”, y ser “sepultado juntamente con Cristo”; pero, ¿de qué manera sepultado? “Por el bautismo para muerte”, dice la Escritura.

 

Pero, ¿es esto todo? De ninguna manera, porque el propósito de la sepultura en agua no es extinguir la vida animal; sino, preservarla a fin de dar al creyente oportunidad para “andar en novedad de vida”, tanto moral como intelectual. Por lo tanto, él es resucitado del agua. La acción es representativa de su fe en la resurrección de Jesús; y de su esperanza, de que como él había sido plantado con Jesús en similitud de su muerte, de ahí en adelante sería también en semejanza de la resurrección de Jesús (Romanos 6:3-11), y así entraría en el reino de Dios. A tales personas la Escritura dice: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús"; y la base de esta relación honorable y divina se halla en estas palabras: “Porque todos los que habéis sido bautizados EN Cristo, de Cristo estáis revestidos… Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gálatas 3:26-29). De este modo, ellos han recibido el espíritu de adopción por el cual pueden dirigirse a Dios como su Padre que está en los cielos.

 

LOS DOS PRINCIPIOS

 

“Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, pero con la carne, a la ley del pecado”.

 

Aunque un pecador pueda haber sido “liberado del poder de las tinieblas”, o  ignorancia, y haya sido “trasladado” (Colosenses 1:13) a la esperanza del “reino de Dios y de su Cristo” (Apocalipsis 11:15), por la fe en el divino testimonio y bautismo en Cristo, no obstante, si acude a sus pensamientos de su propio corazón, y nota los impulsos que están actuando ahí, percibirá algo que, si fuera a ceder a eso, se sentiría impulsado a violar la ley divina. Estos impulsos se llaman “las pasiones pecaminosas” (Romanos 7:5). Antes que él fuera iluminado, estos impulsos “actuaban en sus miembros”, hasta que se manifestaban en malas acciones, o pecado; lo cual se denomina “llevar fruto para muerte”. La causa remota de estas “pasiones” es ese principio, o cualidad, de la carne, llamado pecado residente, que hace volver el cuerpo mortal al polvo; y aquello que incita la disposición latente es la ley de Dios que prohíbe hacer las cosas de ese modo; porque “yo no conocí el pecado sino por la ley”.

 

Ahora bien, aunque un hombre justo siente involuntariamente a esta ley actuando en sus miembros, la ley del pecado, o la naturaleza que está dentro de él, también percibe que hay algo que condena a las “pasiones de los pecados” y las suprime a fin de que no lo impulsen a hacer lo que no debería hacer. Los mejores de los hombres –-y cito a Pablo como una ilustración de la clase--  están conscientes de la coexistencia de estos principios hostiles que hay dentro de ellos. “Así que”, dice él, “queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí”. Sí, el principio del mal y el principio del bien son las dos leyes que moran en los santos de Dios mientras continúen sujetos a la mortalidad. El lector está invitado a re-examinar la sección “La Mente Carnal” en este capítulo 3, que trata sobre el tema de estas leyes, ya que eso evitará su repetición en esta página.

 

La ley del pecado y de la muerte es hereditaria, y se deriva del pecador representativo de la raza; pero la ley de la mente es una adquisición intelectual y moral. La ley del pecado impregna cada partícula de la carne; pero en la carne pensante reina especialmente en las propensiones. En el estado salvaje, es la única ley a la cual él está sujeto; así también en su carne, él sirve sólo a la ley del pecado y de la muerte. Para él, esto es “la luz interior”, lo que queda mejor ilustrado por las tinieblas de Egipto, que podrían sentirse. Fue esta luz interna la que iluminó a “los príncipes del mundo, que crucificaron al Señor de gloria”. Resplandeció en la filosofía de Platón, y en la lógica de Aristóteles, quienes caminaban en ella mientras “moraban en tierra de sombra de muerte” (Isaías 9:2), y es “la luz interior” de todos los bebés que han nacido de sangre, de la voluntad de la carne, y del hombre bajo la constitución del pecado, en todos los países del mundo.

 

Ahora bien, la Escritura dice: “El mandamiento es lámpara, y la enseñanza es luz” (Proverbios 6:23); de manera que el profeta dice: “Lámpara es a mis pies tu palabra, y luz a mi camino” (Salmos 119:105). Y en esto concuerdan las palabras del apóstol, de que la palabra segura de la profecía es “una antorcha que alumbra en lugar oscuro” (2 Pedro 1:19). Ahora bien, Isaías testifica que la palabra está compuesta de la ley y del testimonio, y que los que no hablen conforme a eso, es porque no hay luz en ellos (Isaías 8:20). Ésta es la razón de que el salvaje no tenga luz en él, porque es intensamente ignorante de la ley de Dios. La luz no emana desde su interior; porque el pecado, la sangre, y la carne no entregan nada. Sólo puede reflejarla como en un espejo. La luz no está en el espejo, pero su superficie está constituida de tal manera que cuando cae la luz sobre el espejo, éste la devuelve, o la refleja, conforme a la ley de la luz a fin de que las imágenes de objetos se vean en la superficie, de donde la luz que proviene de los objetos se refleja finalmente en el ojo. Ni la luz es innata del corazón. Éste es simplemente una tablilla; una tablilla pulida, o espejo, en algunos; pero una tablilla deslustrada y oxidada en otros. Se le llama “tabla de carne del corazón”. Estaba pulida en el principio, cuando Dios formó al hombre a su semejanza; pero el pecado, “el dios de este mundo”, la ha deslustrado tanto que sólo hay unas pocas que reflejan la similitud divina.

 

No; que el hombre ha nacido en el mundo con la luz interior, no es más que una presunción de la mente carnal, la cual sólo requiere que se le valore lo suficiente para guiarlo por el camino correcto. Sólo Dios es la fuente de la luz; él es el glorioso iluminador del universo moral; y él trasmite su resplandor iluminador, algunas veces por medio de ángeles, otras veces por profetas, y en otros casos por medio de su Hijo y los apóstoles, utilizando su Espíritu universal. De ahí que la Escritura dice: “Dios es luz”, cuya verdad “alumbra los ojos”. Pero, ¿qué es la verdad? Es “la luz del evangelio de la gloria de Cristo”, el cual es el pulido e incorruptible espejo carnal, que refleja la imagen de Dios; una imagen, en el presente, pero impresa oscuramente en las tablillas de carne de nuestro corazón; porque conocemos sólo en parte, percibiendo las cosas por medio del ojo de la fe, hasta que la esperanza desaparecerá cuando poseamos el galardón.

 

Entonces, Dios es la fuente de la luz; el evangelio del reino en el nombre de Jesús es la luz; y Cristo es el medio por cuyo conducto brilla; de ahí que se le llama EL SOL DE JUSTICIA; también, “la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo”; “una luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel”. Ahora bien, el apóstol explica de este modo la iluminación de toda persona: “Dios”, dice él, “que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones [los santos], para iluminación del conocimiento […………………………..] de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6). Pero “toda persona” no es iluminada por este glorioso conocimiento, porque para algunos está oculto. Las tablas de su corazón están tan corroídas e incrustadas de materia opaca y sórdida que están destituidas de todo poder reflectante. La luz no brillará en una superficie oscura. De ahí que dice el apóstol: “Pero si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto; en quienes el dios de este mundo cegó el entendimiento de los incrédulos para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo” (2 Corintios 4:3, 4). Él oscurece las tablas del corazón de ellos por “el afán de este mundo y el engaño de las riquezas” (Mateo 13:22); y de este modo impide que ellos abran sus oídos y oigan las palabras de la vida eterna.

 

Si una persona tiene luz, entonces es evidente que la adquirió de una fuente exterior, y no es una chispa hereditaria en su interior. Cuando el Señor Jesús apareció en Israel, “él resplandecía en las tinieblas”. Esta nación estaba tan oscurecida por las propensiones y la tradición humana, que no percibieron la luz cuando brillaba entre ellos; “y las tinieblas no la comprendieron” (Juan 1:5). Si ésta era el estado en que se hallaba Israel, cuan intensamente oscuro debe haber estado el mundo en general. Sin embargo, la mente gentil no estaba tan totalmente eclipsada como la de los salvajes. Las naciones de los cuatro imperios habían estado muy mezcladas con los israelitas en su historia; de modo que la luz de su ley debe haber quedado considerablemente difusa entre ellos; aunque no les fue dada por su obediencia. De ahí que, en cierta medida, “la obra de la ley [fue] escrita en sus corazones”; y creó en ellos “una conciencia, mientras que sus pensamientos los acusan o los excusan” (Romanos 2:14, 15). 

 

Este fulgor de la verdad en las tinieblas de las naciones aumentó considerablemente debido a las labores apostólicas; porque “por toda la tierra ha salido la voz de ellos, y hasta los cabos de la tierra […………………, o el Imperio Romano]  sus palabras” (Romanos 10:18). Ahora bien, aunque esta luz fue casi extinguida por la apostasía, todavía había candeleros alumbrando en su presencia (Apocalipsis 11:4); de modo que el eclipse no fue tan absoluto que las tinieblas de la mente gentil haya sido reducida a un estado salvaje. Cuando las Escrituras fueron de nuevo diseminadas en las lenguas de las naciones en el siglo dieciséis, la luz de la verdad empezó de nuevo a fluir sobre ellos. Las Escrituras fueron entonces como un libro recién caído del cielo. El mundo estaba asombrado por su contenido; pero “no las comprendieron”. Los hombres hablaron de ellas, las torturaron, las pervirtieron, lucharon contra ellas, hasta que el partido más fuerte estableció los cimientos del mundo tal como se halla constituido en la actualidad.

 

Este mundo, llamado “cristiandad”, se asemeja en gran medida a la situación que había en los días de Jesús. Si fuese a aparecer ahora, él “resplandecería en las tinieblas” como cuando estuvo entre los judíos. Éstos profesaban conocer a Dios, mientras que en sus obras lo negaban. Su clero decía: “Vemos”, pero Jesús los caracterizó como “ciegos guías de ciegos”; por lo tanto, “su pecado permanece”. Ellos se jactaban de la ley; sin embargo, al romperla, deshonraban a Dios. Profesaban ser más escrupulosos y piadosos que Jesús; pero él los acusó de ser hipócritas y serpientes; colaban el mosquito pequeño y tragaban el camello; pagaban diezmos por la menta y el comino, y despojaban al huérfano y a la viuda. “Como el sacerdote, así el pueblo”. Se aglomeraban en las sinagogas y en el templo vestidos de ropa espléndida. Los enjoyados adoradores se exhibían en destacados asientos, mientras que los pobres permanecían de pie, o, si se sentaban, lo hacían en escalones cerca de la puerta. Hacían un gran espectáculo de piedad, cantaban los salmos de David con santo éxtasis, escuchaban devotamente la lectura de la ley y los profetas; y echaban de su entorno a Jesús y a sus apóstoles con gran furia, cuando éstos les hacían ver el significado de lo que hacían. Con la adoración a Dios, combinaban la adoración a Mammón. Acumulaban oro y plata, y ropas hasta que eran comidas por las polillas; oprimían a los jornaleros en sus salarios; y agobiaban a los pobres.

 

Tal era el estado de “la iglesia” cuando Jesús y sus apóstoles eran miembros de ella; y tal es su condición ahora que “él está a la puerta y llama”. “La iglesia” del siglo XX [y del XXI] (por la cual yo entiendo, no "al cuerpo" (Efesios 4:4), sino a ese monstruo de mil cabezas presentado por el conjunto eclesiástico  de la “cristiandad”) es ese antitipo laodicense que no es ni frío ni caliente, sino tibio, y que dice: “Yo soy rico, y me he enriquecido y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no sabes que eres un desdichado, y miserable, y pobre, y ciego y desnudo” (Apocalipsis 3:17); el esputo que una vez “salió de la boca del Señor”. Sus ojos estaban cegados por el dios del mundo. Su celo por el partidismo: su devoción a Mammón; su ignorancia de las Escrituras, y su sujeción a los dogmas y mandamientos de hombres, han engrosado su corazón, entorpecido sus oídos y cerrado sus ojos. El grito de “¡El pueblo del Señor, el pueblo del Señor somos nosotros!”, asciende como su clamor hasta el cielo desde  miríadas de gargantas; pero en las tablas del corazón de ellos la luz del glorioso evangelio del reino y nombre de Cristo no encuentran una superficie en que se reflejen. Muchos que tienen buenas intenciones lamentan “la decadencia de espiritualidad en las iglesias”; pero no logran percibir la causa. Las Escrituras han caído en comparativo desuso entre ellos. Han sido reemplazadas por especulaciones superficiales; simples disquisiciones ininteligibles pronunciadas desde el pulpito, la contradictoria forma de pensar de la carne, entrenada para excogitar los credos de la comunidad que se glorifica en el orador de su elección. Las iglesias no creen ni predican el evangelio. En realidad, está oculto de sus ojos, y viene el tiempo en que se cortará la rama del olivo silvestre por su esterilidad; se cercenarán estas iglesias por su incredulidad (Romanos 11:20, 22, 25).

 

El principio, o espíritu, que actúa en estos hijos de la desobediencia, no es la ley del pecado que se manifiesta en el salvaje, ni es la ley de Dios tal como aparece en los genuinos discípulos de Cristo. Es una mezcla de ambos, a fin de dejar sin efecto (Mateo 15:6, 9) la pequeña parte de la verdad creída, en lo que a heredar el reino de Dios concierne. Esta proporción de la verdad en la mente pública es la medida de su moralidad y exegética de su conciencia; y constituye ese destello, o “luz interior”, que es apagada por el choque de ideas en el mundo a su alrededor. La parcialidad educacional hace de los hombres lo que son: pecadores, cuya forma habitual de pensamiento y acción es “piadosa”, o impía, civilizada o salvaje, según la escuela en la cual se les ha enseñado a expresar sus jóvenes ideas. Sólo la ley y el testimonio divinos pueden convertirlos en reflejos de la imagen moral y similitud de Dios.

 

El “intelecto” y los “sentimientos” del cerebro del apóstol, que constituyen “las tablas de carne de su corazón”, habían sido grabados  por el Espíritu del Dios viviente de una manera que no todos los creyentes son receptores. Él fue inspirado; y por consiguiente recibió una gran medida de “la luz del conocimiento glorioso de Dios” por medio de una sugerencia, o revelación, divina; otros reciben el mismo conocimiento, en palabras habladas, o escritas, por “vasos de barro” como él mismo, en quien fue depositado “este tesoro” (2 Corintios 4:7). Esto significa que no importa por qué medio se comunica, puesto que está escrito en el corazón. Cuando toma posesión de esto, forma esa “mente”, o modo de pensar o sentir [……………] con lo cual  dijo el apóstol que él “servía a la ley de Dios”. Siendo renovado por el testimonio divino, era seguro que su intelecto y sentimientos habían de pensar y sentir en armonía con los pensamientos de Dios. No obstante, sus “propensiones” sólo eran controladas en sus emociones. Él golpeaba a su cuerpo. Esto es todo lo que podía hacer; porque ninguna perfección espiritual de pensamiento y sentimiento podían erradicar de las partículas de su carne la tendencia generalizada de su corrupción. Por lo tanto, mientras que con su mente servía a la ley de Dios, su carne obedecía a la ley del pecado, lo cual finalmente se mezclaba con su polvo de la tierra original.

 

Este nuevo modo de pensar y sentir creado en un verdadero creyente por la ley y testimonio divinos, se designa de diversas maneras en la Escritura. Se le llama “un corazón limpio y un espíritu recto” (Salmos 51:10); “un nuevo espíritu” y “un corazón de carne” (Ezequiel 11:19); el “hombre interior” (2 Corintios 4:16; Romanos 7:22); una “nueva criatura” (2 Corintios 5:17); “el nuevo hombre creado en justicia y  santidad de la verdad”; y “que es renovado hasta el conocimiento pleno, conforme a la imagen del que lo creó” (Efesios 4:24 y Colosenses 3:10); “el interno, el del corazón” (1 Pedro 3:4), y así sucesivamente. Este hombre nuevo e interno se manifiesta en la vida, el cual es virtuoso en conformidad con el evangelio. Él se deleita en la ley del Señor, y habla a menudo de sus testimonios. Se niega a sí mismo de toda maldad y deseos mundanos y anda por el mundo de manera sobria, justa y piadosa. Su esperanza es la gloriosa manifestación de Jesucristo, con la corona de justicia, incluso gloria, honor e inmortalidad prometido a todos los que le buscan y “aman su aparición”, y desean su reino (Tito 2:11-14; 2 Timoteo 4:1, 8; Hebreos 9:28). No obstante, la ley del pecado,  por medio de la debilidad de la carne, no logra recordarle de la imperfección. Siendo liberado del temor de la muerte, él está a la espera de ella así como del período de su transformación. Sabiendo que cuando él esté dormido en el polvo, después de eso será liberado de la tendencia del mal por medio de una resurrección a incorruptibilidad y existencia pura en el Paraíso de Dios.

 

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